La mejor definición de España es la que presenta al país como una trama de afectos. La nación española tiene sentido en tanto en cuanto sea el proyecto común de millones de personas que conviven en un territorio y que comparten sus esfuerzos para mejorar sus condiciones de vida de forma equitativa y solidaria.

España vale la pena si conlleva la igualdad de derechos, obligaciones y oportunidades de sus habitantes; si compartimos nuestros impuestos para esos objetivos colectivos; si todos juntos nos afanamos en mejorar la sanidad, en reducir las listas de espera y equipararlas en toda la geografía nacional; si las pensiones de nuestros mayores y las prestaciones de los más desfavorecidos las garantizamos con las aportaciones del conjunto de la ciudadanía en una caja única; si nuestros hijos pueden ser educados en su lengua materna; si los gobiernos protegen nuestra identidad en todos los rincones del país.

Muchos constitucionalistas se han partido la cara en Cataluña durante décadas frente al nacionalismo catalán para mantener viva esa trama de afectos. Pero los gobiernos de España siempre les han dado la espalda. Siempre les han utilizado como moneda de cambio. Comenzó Felipe González con su trapicheos con Pujol. Siguió Aznar con el indecente Pacto del Majestic. Zapatero subió la apuesta con el infame Estatut. Y Rajoy remató la ignominia con sus pactos con Artur Mas --antes de que se echara al monte-- y con la aplicación de un 155 ridículo.

Ni siquiera los que decían que venían a representarnos y defendernos aguantaron el tipo aquí. A Rivera, Arrimadas, Sánchez-Camacho, Levy y compañía les faltó tiempo para poner pies en polvorosa y largarse a vivir mucho más tranquilos en Madrid en cuanto tuvieron la oportunidad.

Ahora, Sánchez vuelve con la misma cantinela. Los indultos son solo el primer paso del plan. Vuelven las concesiones a los independentistas. Vuelven las ofertas para contentarlos. Vuelven los traspasos de competencias y los agravios entre españoles. Vuelve el pujolismo más repugnante. Vuelve un Estatut que nadie ha pedido. Vuelve el nacionalismo en vena.

Y, como siempre, los catalanes constitucionalistas seremos los sacrificados. Volvemos a estar en almoneda.

Lo que vimos en las jornadas del Cercle y en el vodevil de Sánchez en el Liceu es una muestra desalentadora de lo que se avecina. Todo ello con la colaboración necesaria de una sociedad civil adocenada, aborregada, pusilánime, sumisa, genuflexa y en oferta.

¿Qué hay de lo nuestro?, preguntamos. No es el momento, nos responden los sanchistas, como antes hizo el felipismo, el aznarismo, el zapaterismo y el rajoyismo.

Al igual que han hecho todos los gobiernos nacionalistas en Cataluña, los gobiernos de la nación siguen ignorando y ninguneando a la mitad de los catalanes. Hay dos Cataluñas, y una de ellas vuelve a ser inmolada.

Ante este escenario, parece normal que cada vez más constitucionalistas en Cataluña empiecen a desconectar de España. Es previsible que en los próximos tiempos los catalanes que se sienten españoles se sientan un poco menos españoles. Que crezca en ellos la desafección hacia su país.

¿De qué sirve España, si no les protege? ¿De qué sirve España, si no les defiende del nacionalismo extremo? ¿Para qué seguir partiéndose la cara por un proyecto común, si sus compatriotas de Andalucía, Murcia, Extremadura, Galicia, Castilla-La Mancha, Canarias, Asturias, Aragón… siguen avalando gobiernos que ceden con gusto al chantaje del nacionalismo catalán a cambio de mantenerse en el poder? La trama de afectos hay que cultivarla también desde el resto de España.

El sentimentalismo tiene límites. Y los gobiernos de España llevan mucho tiempo poniendo a prueba el de los constitucionalistas catalanes.

No tengo claro que una España en la que se intensifiquen las desigualdades territoriales sea atractiva para muchos ciudadanos. No me parece que una España que abandone a su suerte a quienes la defienden en Cataluña merezca demasiado la pena.

A mí, desde luego, esa España no me interesa lo más mínimo.