El procés vive el invierno de su desventura. La pandemia y la invasión rusa en Ucrania han dado un baño de realidad a los independentistas del “ho tornarem a fer”. Excepción hecha de esos espías que surgieron del frío y que siguen convencidos de que el secesionismo y el Kremlin se necesitaban.

Del gélido ostracismo autoimpuesto por Carles Puigdemont surgió Josep Lluís Alay, fiel escudero que le acompañó en su huida a Bélgica. El historiador, aficionado a la geoestrategia, lideró un complot para que el expresident se alineara con Rusia y China. Bendita ingenuidad la de ese win win en el que una región española se comprometía a desestabilizar a la UE a cambio de que Putin se implicara en la independencia catalana.

“Mis contactos superan el marco de las democracias occidentales”, dice el experto en el Tíbet y Mongolia. Si algo supera Alay es la paciencia del ciudadano medio, que asiste al descaro de un alto cargo de la Generalitat que cobra más que el presidente Pedro Sánchez, que se niega a explicar su agenda oficial y que está al servicio de un eurodiputado Puigdemont. Todo muy occidental. Incluida la afición de determinados dirigentes a confundir activismo con institución, partido con representación pública, agitprop con bien común. Aunque, a decir verdad, esos vicios occidentales alcanzan sus más altas cotas en esas dictaduras orientales que parece admirar Alay. ¿Perversión de la política o condición humana?

Alay es, oficialmente, jefe de la oficina del expresidente Puigdemont, una especie de secretario que lo mismo le organiza la presentación de un libro que le prepara una cita con periodistas. Los privilegios concedidos a los expresidentes son tan cuestionables como altas son las facturas en concepto de viajes y dietas, nunca desglosadas. A Jordi Pujol se le despojó de ellos por defraudar, no así a Artur Mas y Puigdemont, quienes despilfarraron dinero público en delirios separatistas. Pero así es la política catalana. La propia Generalitat blanquea las figuras de los tres convergentes invitándoles a actos sobre el papel de Cataluña en la UE. Lo han leído bien. En esa Europa aborrecida por Puigdemont, pues no hace tanto, el fugado denunciaba en un diario ruso “la completa destrucción de la autoridad moral de la UE” , al tiempo que advertía en Twitter que “no nos olvidaremos de su silencio y su cobardía. Ni de sus mentiras para favorecer la represión del Estado”.

Pero ERC no escarmienta. Y ahí está, compartiendo consell executiu con una formación eurófoba y desleal que cada día echa en cara a Pere Aragonès su estrategia de diálogo con el Gobierno, mientras reivindica la legitimidad del fugado. Gabriel Rufián, portavoz de los republicanos en el Congreso, dijo en voz alta lo que muchos piensan. Que eso de jugar a los espías y relacionarse con supuestos enviados del Kremlin, es cosa de “señoritos que se creen James Bond”. Horas después, pedía disculpas por su contundencia.

Y es que no hay manera de que Esquerra suelte lastre de estos “Anacletos, agentes secretos”, que un día soñaron con un CNI catalán. Es conocida la vieja aspiración de CDC de crear sus propios servicios de inteligencia. El Gobierno de Artur Mas se inspiraba en el Mossad israelí, pero Alay, Víctor Terradellas, Gonzalo Boye y demás miembros de la corte de Waterloo confiaban en la llegada de 10.000 soldados rusos. Ya vemos que la estrategia de alianzas de los (neo)convergentes es muy errática. Por no decir incoherente.