Es un lugar común del independentismo la crítica a la “judicialización de la política” para cargar contra el Estado, hacer victimismo y justificar su ofuscamiento. Un argumento al que, en los últimos tiempos, también se suma buena parte de los terceristas, como se ha podido constatar en la sesión de investidura del presidente Sánchez.

Fue un error recurrir el Estatuto ante el Tribunal Constitucional, dicen algunos. No se debería haber iniciado un proceso penal contra los líderes del intento de secesión unilateral por sedición y rebelión, señalan otros. Qué pesados con denunciar una y otra vez la inmersión lingüística escolar obligatoria exclusivamente en catalán ante los tribunales, añaden muchos. Condenar a los alcaldes por no izar la bandera de España no sirve de nada, asegura más de uno. Hay que dejar de impugnar las leyes que aprueba el Parlament y los decretos del Govern y empezar a negociar, pontifica un número cada vez mayor de columnistas. Menudo despropósito --lamentan algunos-- es inhabilitar al president Torra por colgar una pancarta.

Pero lo cierto es que el Estatuto era inconstitucional --como demostró la sentencia del TC--; los dirigentes del procés cometieron sedición; la exclusión del español como lengua vehicular en los colegios públicos es ilegal; innumerables ayuntamientos incumplen la ley de banderas; la cámara y el gobierno autonómicos no dejan de promulgar normativas que exceden sus competencias, y la Generalitat se pasa por el forro la neutralidad exigida a una administración pública.

La justicia está, precisamente, para eso: para actuar cuando se incumplen las leyes. Es tan evidente que sonroja tener que ponerlo negro sobre blanco. Y, en estos últimos años, la justicia se ha visto obligada a intervenir con mayor frecuencia e intensidad porque el nacionalismo catalán también ha aumentado la frecuencia e intensidad de su desafío.

De hecho, stricto sensu, no ha habido judicialización de la política. Según la Real Academia Española (RAE), judicializar es “llevar por vía judicial un asunto que podría conducirse por otra vía, generalmente política”. Y este no es el caso. No hay forma política de reconducir a los que basan su estrategia política en saltarse la ley.

En realidad, el nacionalismo lleva muchos años saltándose las normas sin que el Estado haya actuado con la contundencia debida. La pasividad ante la política lingüística aplicada en Cataluña y ante el menosprecio hacia los símbolos nacionales son solo algunos ejemplos --por no hablar del disparate que supuso la despenalización de la convocatoria de referéndums ilegales (que confiamos sea corregida en breve, tal y como prometió el presidente Sánchez hace apenas unas semanas)--. Probablemente, si se hubiese actuado antes y con más determinación, los nacionalistas no hubiesen podido llegar tan lejos.

Una de las lecciones que nos deja el procés --tal vez la principal-- es que el problema del secesionismo catalán no tiene solución política (que no pase por un referéndum y por la independencia, claro; es decir, por la claudicación del constitucionalismo) y que al nacionalismo hay que combatirlo democráticamente sin descanso (lo que no es incompatible con el diálogo y la pedagogía, aunque la experiencia nos demuestra que es, cuando menos, una pérdida de tiempo).

El frente judicial es primordial en esa estrategia. Abandonarlo o suavizarlo ahora --cuando el sentido común dice que hay que reforzarlo-- sería un desatino mayúsculo. Seamos realistas: no es que la judicialización de la política sea un buen camino para recuperar la convivencia en Cataluña, es que es el único posible.