Hay que tener mucha presencia de ánimo para sacar algo positivo de la crisis que vivimos. Pero si no lo hiciéramos, dejaríamos de ser humanos.

Una de esas ventajas tiene que ver con la macroeconomía, las grandes cifras y los principios presuntamente inamovibles de las reglas fiscales.

La crisis financiera de 2008 se transformó en crisis de deuda pública, de manera que la especulación desbocada y desregulada made in Estados Unidos que se materializaba en las hipotecas subprime terminó llegando a países como Grecia y España en forma de miseria. La segunda parte de aquella recesión reafirmó la fórmula de la economía virtuosa –como se llamaba entonces--, que en el caso de los indicadores de déficit y deuda pública fueron sacralizados no se sabe muy bien por qué. El paradigma era 3% en el caso del desfase anual entre ingresos y gastos, y 60% en el acumulado.

De hecho, a 12 años vista es imposible apreciar la diferencia entre la suerte de una economía como la italiana, a la que las subprimes norteamericanas pillaron con una deuda pública del 106% del PIB, y la española, que entonces gozaba de un recatado 40%.

Era una fórmula falsa, dado que ni el déficit ni la deuda significan demasiado por si solos, ni siquiera para hablar estrictamente de economía. Pero nadie lo reconoce. La salud de un país se mide con otros parámetros, y es posible que el maldito Covid 19 nos ayude a ponerlos en el escenario.

Un señor de 43 años con unos ingresos de 60.000 euros brutos anuales puede adquirir hoy en España una vivienda de 250.000 euros con una hipoteca de 200.000 a pagar en 30 años. El BBVA, por ejemplo, le aplicaría un TAE del 2,31% con cuotas mensuales de 714 euros.

O sea, un ciudadano puede asumir una deuda equivalente al 333% de su PIB, pero un país no puede superar el 60%. Es tan absurdo ahora como lo era en 2009, pero hoy los que saben hacen la vista gorda; afortunadamente.

Y digo afortunadamente porque la nueva deuda se destinará a reforzar los programas sociales y sanitarios, cuya fragilidad como problema estructural del sistema ha quedado al desnudo en esta crisis.

Qué más da si la deuda pública española sube hasta el 113% como especula el FMI. Si la máquina de fabricar dinero se combina con una moderación de los regalos fiscales a las empresas –80.000 millones anuales, como recordó el siempre didáctico Antón Costas el domingo pasado en televisión--, puede que ni siquiera lleguemos a esos niveles.

Esto es como una guerra, efectivamente. La mayor cota de deuda pública de la historia de España se registró durante el esfuerzo colonial de las dos guerras de Cuba; el segundo lugar en ese penoso ránking se alcanzó en la posguerra de los 40 del siglo pasado, mientras que en 2008 llegamos a otro récord. Parece que estamos a punto de anotar la cuarta marca.

¿Merece la pena endeudar a nuestros hijos y nietos con tal de mantener el Estado de dignidad, un pasito más allá que el Estado del bienestar?