Es una minoría muy numerosa e influyente. Sí, no sería justo pensar que la sociedad catalana se ha convertido en una especie de secta. Pero hay casos tan escandalosos, y los medios de comunicación de la Generalitat no hacen nada por remediar la situación, que a algunos nos va a ser difícil defender la lengua catalana. Puede suceder que dejemos de utilizarla, de leerla y de hablarla, porque esa lengua se va identificando --no parece que se den cuenta-- con sectarios independentistas, maleducados y sinvergüenzas. Y será una auténtica pena, no para ellos, sino para nosotros, para los que la consideramos nuestra, pero no como un arma arrojadiza contra el que no piensa igual, como han hecho muchos de esos sujetos.
Será una pena para los que disfrutamos con las 857 páginas de El Quadern gris de Josep Pla, con esa prosa directa, sencilla, que nos permite llegar hasta el alma de todos nosotros, de un paisaje que es nuestro, de unas gentes con las que hemos convivido y las sentimos como parte de una gran familia. ¡Somos nosotros! Los que crecimos encantados con los cuentos de Quim Monzó, los que leímos a Folch i Torres, o L’Escarabat verd o acudíamos a la cita con Cavall Fort por puro voluntarismo, porque no queríamos dejar que la lengua catalana fuera de unos pocos. Era nuestra lengua, aunque se escuchara muy poco en nuestros barrios. Lo era porque parte de nuestras familias la tenía como lengua habitual con los amigos y en el ámbito laboral, porque era la lengua del Barça, a través de Joaquim Maria Puyal. Y, simplemente, porque nos gustaba. Y seguimos y seguimos buscando hasta llegar a la obra cumbre --es subjetivo, claro-- que identificamos con Incerta Glòria, de Joan Sales.
Igual ahora nos va a dar igual, con toda la pena del mundo, aunque, en privado, sigamos apreciando cómo definía Pla al doctor Borralleras, con sus paseos por la Barcelona de 1919. Las lenguas no se olvidan, claro, se quieren para siempre, pero la dejaremos de ver con los mismos ojos. Y, tal vez, no insistiremos mucho si nuestros hijos e hijas toman otros derroteros. Es lo que está en riesgo en estos momentos.
Nos dará igual la lengua, a no ser que se produzca una reacción de los que, de verdad, estimen la lengua catalana desde el campo nacionalista. Sin una reacción en el seno de toda esa masa de votantes, de esa mesocracia y oportunistas de clase alta, no habrá ninguna salida en Cataluña, y todo lo que se ha construido en los últimos 60 años, tras los esfuerzos de tantos catalanistas, se derrumbará de forma estrepitosa.
Hay personas lúcidas que lo han visto. Igual un poco tarde, porque era algo de manual. El periodista Ignasi Aragay, en el diario Ara, lo ha apuntado al señalar que entre la independencia y la lengua catalana igual habría ya que elegir de forma clara el catalán, con formas amables, como se había hecho en los años 80. Lo dice, sin embargo, después de lamentar que la vía de la independencia parece ahora que quedará para largo. ¿De verdad se asombran ahora los independentistas de que exista un distanciamiento hacia la lengua? ¿Qué esperaban? ¿Qué necesidad había de lanzarse hacia un camino demencial como ha ocurrido en los últimos diez años?
Y de esa reflexión que constata el problema, con el peligro de que se produzca una clara animadversión hacia el catalán, surge la proclama de la secta. ¿Qué le puede pasar por la cabeza a un buen periodista como Joan Maria Pou cuando califica de “acojonante y patológico” que Pau Gasol haya pronunciado su discurso de despedida como deportista profesional en castellano? Lo más importante de todo, la única bandera que nos debería guiar, se llama convivencia y dejar que cada uno tome sus decisiones. Aunque se ha caricaturizado en Madrid, eso se llama ‘libertad’.
Es muy grave que una sociedad pueda interiorizar esas palabras como lógicas o justificativas. Y por todo ello, precisamente por ello, vamos a defender el catalán, a pesar de los sectarios. Porque no nos podemos doblegar frente a ellos, porque no vamos a tomar la vía fácil de enfadarnos con nuestra propia lengua.