España está en estado de alarma. Toda ella, sin excepción de territorios ni privilegios o prebendas regionales. Por primera vez desde la promulgación de la Constitución de 1978, y por un desafortunado y desgraciado motivo, todo será un único cuerpo civil durante un periodo de tiempo limitado.
La pandemia que nos azota ha llevado a centralizar seguridad, sanidad y defensa. A los nacionalismos periféricos la excepcionalidad constitucional les ha sentado fatal. El soberanismo catalán, contaminado por los cinco últimos años de rebelión soberanista, ha repetido en las últimas horas ridículos que parte de sus seguidores ya no secundan. Los vascos, una vez más, han demostrado que ellos sí aplican el sentido común reivindicativo: algo de ruido, pero manos a la obra y a otra cosa.
La reacción crítica en Cataluña la impulsan de manera principal el propio presidente, el prófugo de Waterloo y la formación política que los llevó al poder. Su corte de voceros mediáticos toca las palmas, como de costumbre. Incluso los dirigentes de ERC toman prudente distancia y salvo una consejera de Salud que brilla por su incompetencia (“De lo que tengo miedo es de tu miedo”, escribió Shakespeare) se mantienen prudentes.
En las críticas de los altos responsables de Junts per Catalunya anida una profunda hispanofobia cincelada a fuego en su oratoria. Desde cargar contra la Comunidad de Madrid --a la que acusan de errar en sus medidas y responsabilizan de traer el virus al este de la península-- hasta procurar el engaño de los catalanes de buena fe con la confusión de un confinamiento y un cierre de fronteras que no podían ordenar pasando por los propios miembros del gobierno autonómico quejosos de un anuncio del Ejecutivo central en el que la palabra virus aparece con una tipografía de color amarillo. Están tan desnortados que critican lo que consideran una actuación patriotera o un 155 encubierto que, como al niño que se le castiga sin un juguete, les hace renunciar a sus soñadas y ansiadas competencias en algunas materias. Para ellos no hay bien común mayor que no sea el suyo.
La xenofobia congénita del nacionalismo catalán emerge con regularidad. Repasar las redes sociales en las últimas horas permite comprobar que el concepto de solidaridad del nacionalista catalán es tan innoble como el de cualquier radical de ultraderecha europeo que odia al extranjero por la mera razón de serlo. Y para ellos, claro, los del otro lado del Ebro son los habitantes del país del Oeste...
Pero que nadie confunda entre nacionalismo catalán y catalanes, algo que sucede con recurrencia. Es la trampa en la que se sumerge una parte de la izquierda española que circula con el lirio en la mano. Muchos habitantes de esta comunidad que no están abducidos por el relato independentista se sienten solidarios y del todo confortables con la centralización de competencias y la autoridad única decretada. Entre otras razones porque coloca al ciudadano por delante del territorio en derechos y obligaciones, lo que ningún nacionalista acepta como valor o principio.
La excepcionalidad de la situación requiere de soluciones especiales y las que ha escogido el Gobierno central son ponderadas y serían suscritas por cualquier partido constitucional del arco parlamentario. Salvador Illa, como autoridad competente única en materia sanitaria, irradia una confianza y sentido común que es incapaz de trasladar ningún consejero de la Generalitat. Incluso quienes no le votaron admiten ya que su persona transmite más credibilidad que la de otros políticos más rimbombantes, pero nada efectivos salvo en impulsar ráfagas de odio frente al adversario. Y, como remate, el tema de la unidad que tanto fastidia al nacionalismo. Sí, unidos seremos más fuertes. Entre los ciudadanos y su sentido cívico, entre ayuntamientos, entre las autonomías, entre los estados de la Unión Europea, entre los continentes incluso. Cooperación y solidaridad son conceptos que ante el coronavirus adquieren un significado más relevante.
Lo que nos traiga esta pandemia en materia humana y económica puede ser muy lamentable, pero aún es prematuro hacer cábalas. España y el resto de países más afectados deberán sobreponerse al impacto del virus en muchos terrenos y ninguno de ellos será agradable. Si Pedro Sánchez y su equipo evitan la clave socioelectoral con los desgraciados acontecimientos podrán despojarse de ataduras y dependencias futuras y adquirir un predicamento superior ante los radicalismos que parecen apoderarse de los tiempos. A España le conviene cada vez más un anillo político de moderación con el que enfrentarse a los extremismos que vimos resurgir alrededor de catástrofes como los atentados del 11M de 2004, los del 17A de 2017 y ahora, de nuevo y con motivo de la enfermedad, de la mano del egoísmo inasequible de los nacionalismos.