El independentismo ha llegado a un punto crucial. Ha acumulado mucho poder, ha convencido a muchos ciudadanos, pero no sabe cómo responder ante el poder judicial, que este viernes concretó la petición de penas para los políticos independentistas procesados, con 25 años para Oriol Junqueras, acusado del delito de rebelión. Habrá un juicio, que se iniciará en el mes de enero. Y, aunque se puedan organizar manifestaciones en las próximas semanas, la percepción es que el movimiento no puede tensar la cuerda ni tener movilizada a una gran parte de la sociedad catalana de forma permanente.

El caso es que esa actuación judicial corre en paralelo a una posible salida política. El Gobierno español que preside Pedro Sánchez ha optado por restar argumentos al independentismo y por algunos gestos que se traducen en esa decisión de la Abogacía del Estado de no pedir el delito de rebelión, centrándose en sedición y malversación. En el campo estrictamente político, el Ejecutivo apuesta por las reuniones sectoriales bilaterales, por la negociación de los presupuestos y por dibujar una posible reforma del Estatut, que se pueda votar posteriormente, con lo que se lograría superar, a juicio del Gobierno, esa anomalía que supuso que se votara un referéndum sobre el Estatut, pero que la última palabra se la quedara el Tribunal Constitucional anulando --sólo una pequeña parte, es cierto-- un contenido que ya se había consensuado entre el Parlament y el Congreso de los Diputados. Es la apuesta de catedráticos que defienden una posible reforma de la Constitución, como Santiago Muñoz Machado, que lo explica este domingo en Crónica Global. 

Esa forma de actuar entronca con lo que en Cataluña se ha conocido como el catalanismo, una corriente política que ha tenido un gran éxito y que, para algunos, es cosa ya del pasado. Esa posición es la de Ciudadanos, por ejemplo, que entiende que se debería llegar a un nuevo acuerdo interno, que deje de pensar y valorar Cataluña desde los postulados que se formularon en los años cincuenta y sesenta y que acabaría siendo aceptado y retocado por la izquierda en los años setenta, como fue el caso del PSUC y más tarde del PSC.

La tesis de Ciudadanos podría ser válida. Pero, ¿en qué consiste ese nuevo pacto interno? ¿Y quién lo aceptaría y con qué incentivos? Hay un grueso de la sociedad catalana que se siente catalanista, que comparte una serie de valores a los que no va a renunciar fácilmente, aunque no comulgue con el independentismo. La solución en Cataluña, que es cierto que debe ser, primero, de carácter interno, no llegará disparando contra el catalanista, denunciando su supuesta complicidad con el independentismo, aunque no se pueda negar que algunos de esos representantes catalanistas hayan jugado con fuego.

Son matices necesarios. Y no se puede huir de las contradicciones. Un ejemplo explícito lo aporta Joaquim Nadal, historiador, buen conocedor de toda esa tradición política. El exconsejero de la Generalitat, candidato del PSC a la presidencia de la Generalitat en un ya lejano 1995, considera que la independencia era el objetivo a largo plazo de ese catalanismo. Lo señala en el libro que acaba de publicar, Catalunya, mirall trencat (Pòrtic), cuando especifica que “el horizonte último del catalanismo, como construcción intelectual era la independencia de Cataluña. Es la expresión que utilizó Josep Benet cuando afirmaba que el catalanismo no quería las migajas, quería el pan entero”.

Pero, ¿eso era realmente lo que tenían en la cabeza los dirigentes catalanistas, fueran de izquierda o de derechas? El colectivo Treva i Pau, que engloba a distintos intelectuales y profesionales, y expone sus postulados en diferentes actos y medios de comunicación, no lo entiende así. A pesar de las definiciones que se han ofrecido a lo largo de la historia, desde Valentí Almirall, a Prat de la Riba o Torras i Bages, lo que ha caracterizado al catalanismo ha sido su apuesta por constituir un “nosotros”, a través de la lengua y la cultura catalanas; la modernización de España y la participación en un proyecto netamente europeo. Y eso el independentismo no lo comparte, ha pasado todas esas pantallas, con la particularidad de que, por primera vez, se ha producido un distanciamiento con las instituciones europeas, porque no han reconocido ni admitido un proceso que se había levantado contra un país democrático como España.

Se podrá decir que ese catalanismo ya no tiene ningún sentido, porque ha logrado lo que pretendía: desde ese nosotros, que está a punto de cargarse el independentismo, con una división social evidente, a la modernización de España, que es un Estado democrático que ha posibilitado un autogobierno vigoroso. Pero es también una forma de ver el mundo, una mirada que tiene presente una identidad compartida, que desea fortalecer su autogobierno, y que mantiene su vocación por esa Europa unida.

Miembros de ese colectivo, como Jordi Alberich, Josep Maria Bricall, Eugeni Gay, Jaume Lanaspa, Carlos Losada, Alfredo Pastor o Juan José López Burniol, han sabido diferenciar esa corriente política del independentismo que ya no quiere compartir ese nexo común.

El propio Nadal admite que no tiene respuestas sobre el futuro inmediato, que el independentismo puede rectificar, que no es una línea recta, en ese discurrir pantallas una y otra vez, que ha caracterizado el lenguaje de los independentistas en los últimos años. “La gran cuestión queda abierta y no tenemos respuesta”, considera.

Por ello, lo mejor es no disparar contra nadie, no pensar que algunas soluciones no tienen ninguna capacidad de éxito. Ni el independentismo sabe qué hacer ahora, con contradicciones internas notables, ni existe una perspectiva de cambio, un esquema totalmente nuevo --que dice que quiere encarnar Ciudadanos-- que nos diga que Cataluña se puede gobernar apelando, por ejemplo, únicamente a los derechos individuales, en un esquema netamente liberal. Nadie dice que no sea posible, pero cualquier receta deberá contar con el apoyo de la mayoría --lo más amplia posible-- de la sociedad catalana.