Puede que muchos ciudadanos se hayan visto sorprendidos por la noticia de que la preinscripción escolar del próximo curso en Cataluña no incluye la posibilidad de que los padres elijan el idioma vehicular de la enseñanza de sus hijos.
En un momento de apuro ante el cambio de ciclo que se avecina y del que Ciudadanos saldrá beneficiado a costa del PP, algunos dirigentes de este partido hablaron de la posibilidad de permitir que las familias dijeran si querían la educación en catalán o en castellano.
En la certeza de que la cuestión lingüística catalana ha favorecido al partido de Albert Rivera, un alto cargo del PP se pronunció a favor de esa opción, probablemente sin saber que se trata de un método contraproducente que situaría al catalán en condiciones casi de gueto. Solo hay que observar el color de la piel de los niños de infantil de los barrios de Barcelona para imaginar la lengua que elegirían sus padres.
Pero al margen de esa semipropuesta, lo cierto es que el Gobierno no sabe qué hacer. Como le ha ocurrido a todos los gobiernos españoles desde la transición. Los únicos que han tenido una política clara en este asunto han sido las gentes de CDC y los que han seguido su estela en Cataluña; o sea, todos los que han tocado poder.
Desde los primeros pasos del Govern provisional de Josep Tarradellas, el objetivo fue que la enseñanza en Cataluña fuera “en” catalán y de “contenidos catalanes”. La escuela como pal de paller para construir el país que tenían en el imaginario. A lo largo de 40 años el nacionalismo ha fabricado una tupida legislación autonómica y también estatal: las famosas leyes orgánicas en las que el Grupo Catalán colaboraba con la mayoría de turno.
Todo ello envuelto en un relato plagado de eufemismos como “modelo lingüístico”, “modelo de escuela”, “modelo de éxito”, “inmersión”, “integración”, etcétera.
Hacer oídos sordos a la jurisprudencia en materia de enseñanza fue el primer y reiterado acto de esobediencia ya desde los tiempos de Pujol
Hacer oídos sordos a la jurisprudencia que ha sancionado los incumplimientos de la Generalitat en la enseñanza fue el primer y reiterado acto de desobediencia ya desde los tiempos de Jordi Pujol. Por eso, cuando el Ejecutivo de Mariano Rajoy dice que la aplicación del artículo 155 de la Constitución no permite cambiar el “modelo lingüístico catalán” está mareando la perdiz. En realidad, solo se trata de poner los medios para que se cumplan las leyes y las sentencias: que el castellano sea --también-- lengua vehicular; en todos los colegios del territorio.
La razón que explica la parálisis gubernamental es relativamente sencilla. En el momento en que aquel secretario de Estado metió la pata hablando de la casilla de la preinscripción despertó una respuesta inmediata de la orquesta habitual; incluida Ada Colau, por supuesto. Enseñaron los dientes, un arma disuasiva que tan buenos resultados ha dado al nacionalismo. No digamos ya en este caso, frente a un Gobierno que cuenta solo con 134 diputados, rodeado de mil problemas y en fase de salvar los muebles. Menos aún después del varapalo alemán.
No se atreve a hacer que se cumpla la ley, como tampoco se atrevió cuando tenía mayoría absoluta; igual que los gobiernos anteriores. Y esto no significa aplicar mano dura ni meter a nadie en la cárcel, solo quiere decir tomar decisiones y gobernar; o, mejor aun, tener el coraje de gobernar.