Sin límites. El presidente Quim Torra no sabe lo que ha hecho. Él, que vive en los años treinta, en una Cataluña que pudo ser, pero que no fue ni será, es el responsable del gran distanciamiento que se producirá entre los catalanes y sus instituciones de autogobierno, las que tanto tiempo costó recuperar. La actitud de personas como el presidente Josep Tarradellas, que sostuvieron una institución que muy pocos conocían en la Cataluña de finales de los años setenta, o como Josep Maria Bricall, siempre preocupado por la mejora de la gestión pública, del bienestar del ciudadano, contrasta ahora con la voluntad partidista de un puñado de políticos que no tienen ningún interés en lo público.

Se dirá que es el gen convergente. Podría serlo. Convergència aprendió lo que significa retener el poder, con Jordi Pujol al frente. Sus jóvenes discípulos lo saben y lo tienen interiorizado. Pero hay algo más. Es mala fe. Es un deseo destructivo el de algunos dirigentes que acompañan a Carles Puigdemont, con Quim Torra a la cabeza, que les da igual todo y que desdeñan el propio respeto que se había logrado respecto a las instituciones de autogobierno.

La crisis del Govern de la Generalitat es una prueba. ¿En estos momentos Torra se empeña en sustituir a tres consejeros, y, en concreto, a la única responsable del PDECat, Àngels Chacón, con la excusa de que el Ejecutivo se debe preparar mejor para superar la situación que ha provocado la pandemia del Covid? Lo que consigue Torra es que se perciba la Generalitat “como una plataforma electoral”, un comentario que ha salido del seno del propio Govern. Es la perversión total de la institución. Y no lo ha hecho un ministro del Gobierno español, ni un intelectual español o un monarca español. Lo ha protagonizado el catalán-catalán Quim Torra.

Lo que surge es una gran duda existencial: ¿Para qué queremos la Generalitat, para que unos pocos dirigentes políticos muestren su odio entre ellos, para comprobar que no saben gestionar y que tienen una muy escasa formación? ¿Para esto se manifestaron tantos cientos de miles de personas en las primeras Diadas en la transición política? ¿Para esto regresó Josep Tarradellas del exilio?

Es la destrucción, y se debe repetir, de instituciones y símbolos, que ya no pueden representar al conjunto de la ciudadanía. No pueden por decisión de Torra y de sus más estrechos colaboradores. Sorprende que ciertos profesionales que, por lo menos, eran respetables, como el sociólogo Salvador Cardús, aplauda hasta las manipulaciones de miembros de Presidencia para erosionar la imagen de Esquerra Republicana, como el hecho de difundir un bulo sobre un cartel sobre los 40 años de actividad del Parlament. Su hijo, Pere Cardús, forma parte de este estrecho círculo del presidente Torra. ¿Lo hace para proteger a su hijo? En ocasiones, hay que mostrar un poco más de dignidad. Porque, al no hacerlo, al seguir la deriva partidista y cainita, queda más claro que nunca que todo ha sido una gran broma, que nunca se ha querido, de verdad, edificar unas instituciones que velaran por los intereses del conjunto de catalanes. Deberían reflexionar profundamente sobre ello.

Llegado a este punto, a las puertas de una Diada que ya no tiene ningún sentido, y más en tiempos tan complicados como los actuales, con la pandemia del Covid, surge un hecho tangible e ilustrativo: el anuncio de fusión de Bankia con Caixabank, que deja por los suelos el papel de la Generalitat. Ni está ni se la espera. Y los agentes económicos y quien esté dispuesto a ello, han comenzado a actuar en consecuencia. Ellos mismos --los inquilinos de la Generalitat-- se han borrado. Y, con ello, pierden el respeto de los ciudadanos.

¿Generalitat, para qué?