El gobierno de tecnócratas de Pere Aragonès, pues esa fue la definición que el propio presidente catalán utilizó para definir a su Consell Executiu, se enfrentó ayer por primera vez a las preguntas de la oposición, centradas, como no podía ser de otra manera, en la ampliación del aeropuerto de El Prat. La actualidad manda, pero los partidos fracasaron en su intento de que el president explicara su postura sobre un proyecto que los empresarios catalanes creen imprescindible para la recuperación económica. Que es lo mismo que renunciar a liderar una reclamación que cuenta con el apoyo de los alcaldes del territorio --Sant Boi, Gavà y Viladecans-- y fórmulas para compensar la biodiversidad del Delta del Llobregat que se pueda ver afectada.
El nacionalismo, dicen los críticos, es insaciable y ahora que AENA y el Gobierno quieren potenciar la infraestructura catalana, quienes han recurrido al discurso del agravio respecto a Barajas y la estructura radial de un Estado que castiga a la periferia, expresan sus dudas sobre la ampliación de El Prat. ¿Cobardía o partidismo? Parece que al independentismo no le gusta que vengan empresas “españolas” a invertir en Cataluña, pues eso desactiva su discurso sobre asfixias y favoritismos territoriales. Con los indultos pasa algo parecido, que desarman los argumentos secesionistas, como reconoce la propia presidenta de la ANC, Elisenda Paluzie.
Aragonès no se pronuncia, no se define. Gana tiempo con la convocatoria de un grupo de trabajo, como en tantas cosas que tienen que ver con la independencia. Cataluña, durante los momentos más álgidos del procés, tuvo cumbres por encima de sus posibilidades. Aragonès ha anunciado próximas reuniones para impulsar un acuerdo nacional para la amnistía y la "autodeterminación", así como una mesa de partidos, que se suman a la mesa de diálogo con el Gobierno español sobre el conflicto independentista.
En cuanto al aeropuerto, el tiempo corre, aprobar la ampliación para que ésta entre en funcionamiento en 2030 requiere de premura en las decisiones. Muy a favor del diálogo, sí, pero que un mandatario no tenga opinión sobre una infraestructura como esta es alucinante. Aragonès, quien hizo suyo el lema “gestión, gestión y gestión”, calla ahora ante el primer gran proyecto económico que asume como presidente.
Es lo que tiene apoyarse en un gobierno obligado a hacer equilibrios ideológicos. La CUP aprieta contra la ampliación del aeropuerto, mientras que los comunes, que también critican ese proyecto, no esconden su rechazo al consejero de Economía y Hacienda, Jaume Giró, quien en su debut parlamentario, estuvo demasiado a la defensiva. Quizá tenga sus razones para indignarse ante quienes le identifican con el capitalismo salvaje y la inversión en países donde no se protegen los derechos humanos, pero perdió la oportunidad de explicar sus objetivos, su modelo fiscal, sus planes de futuro.
Algo que azuza esa imagen de gobierno Frankenstein, donde hay que conciliar el liberalismo de Junts per Catalunya, el progresismo que defiende ERC, el modelo antisistema de la CUP y las políticas económicas de En Comú Podem, a los que a lo mejor hay que volver a recurrir, como ocurrió en la anterior legislatura con los presupuestos de la Generalitat de 2020.
Mucho más suelto se mostró el consejero de Educación, Josep González Cambray, respecto a la inmersión lingüística. Demasiado incluso, lo cual puede satisfacer a los ultras monoligüistas del grupo Koiné, pero eso no es sinónimo de valentía. Tarde o temprano, el Govern deberá tomar una decisión sobre las sentencias judiciales que obligan a aplicar un 25% de horario lectivo en castellano. O flexibilizar el modelo, como su predecesor, Josep Bargalló, llegó a reconocer.
Si este gobierno sigue ganando tiempo, se encontrará con una legislatura agotada, ya que Aragonès se ha dado un plazo de dos años para poner a prueba sus compromisos.