Dos agentes de la Guardia Urbana de Lleida
A 200 metros de la impunidad
"Hay decisiones judiciales que, aunque se amparen en la prudencia procesal, resultan moralmente incomprensibles"
Hay noticias que te dejan sin aliento. No solo por la crudeza del hecho, sino por la sensación de impotencia que te deja la respuesta del sistema.
Este lunes hemos sabido que un hombre ha sido detenido en Lleida acusado de agredir sexualmente a su hija de 20 años en plena vía pública. Y que, para colmo, todo sucedió a la vista de otro hijo de apenas ocho años.
Los agentes de la Guardia Urbana que los sorprendieron pensaron, al principio, que se trataba de una pareja manteniendo relaciones consentidas. Pero al intervenir, descubrieron la verdad más espantosa: aquella joven estaba siendo violada por su propio padre.
Podría parecer el punto más bajo de la historia, pero no lo es. Lo peor vino después: el presunto agresor ha quedado en libertad. La justicia le ha impuesto únicamente una orden de alejamiento de 200 metros. Doscientos miserables metros.
Seamos claros: nadie está pidiendo linchamientos ni sentencias anticipadas. La presunción de inocencia es un principio que debemos preservar, incluso en los casos más difíciles.
Pero hay decisiones judiciales que, aunque se amparen en la prudencia procesal, resultan moralmente incomprensibles.
Porque aquí no hablamos de un rumor ni de una sospecha abstracta: hablamos de un padre sorprendido in fraganti, con una acusación de violación delante de su propio hijo menor.
Aunque la investigación siga su curso, el sentido común debería bastar para aplicar una medida de protección real, no simbólica. Ya no solo por la hija violada, sino también para el menor que tuvo que presenciarlo.
¿Cómo se supone que una víctima puede sentirse a salvo sabiendo que su agresor puede estar a apenas dos manzanas de distancia? ¿Qué clase de consuelo es ese para una joven que acaba de vivir lo peor que puede vivir una hija?
Nos llenamos la boca de discursos sobre la defensa y protección de las víctimas, sobre la igualdad, sobre la tolerancia cero con la violencia sexual. Pero cuando toca actuar, cuando el caso no encaja del todo en los moldes burocráticos o cuando la víctima no es mediática, la maquinaria se vuelve lenta, torpe y fría.
La justicia española necesita recordar que proteger no es un trámite. Que una orden de alejamiento no puede ser una formalidad, sino una barrera efectiva. Que el miedo no entiende de metros.
En este país hemos visto entrar en prisión provisional a personas por hechos mucho menos graves, y, sin embargo, hoy tenemos a un hombre acusado de violar a su hija en la calle (insisto: delante de un menor) y durmiendo en su casa. Es sencillamente insoportable.
Doscientos metros no son una medida de protección: son una burla, una bofetada a la dignidad de las víctimas y una grieta más en la confianza de la ciudadanía hacia la justicia.
Si la justicia no sabe medir el daño, que no lo mida en metros. Porque cuando una víctima no se siente protegida, todos fallamos.
Y cuando un país permite que un presunto violador vuelva a caminar libremente a escasos pasos de su hija, ese país tiene un problema mucho más profundo que un caso aislado: tiene un sistema que no entiende el dolor.