Alguien escribió alguna vez -y si no, lo escribo yo- que una ciudad es un conjunto de recuerdos. La memoria, siempre mentirosa, te los distorsiona y mitifica, claro, pero son tuyos y a ellos tienes que aferrarte.
Recuerdo, cuando era un niño, a aquellos tíos catalanes que nos visitaban y nos contaban maravillas sobre una ciudad portuaria, enigmática y cosmopolita que me parecía un sueño inalcanzable.
Recuerdo ver los Juegos Olímpicos con delectación, aferrado a la tele para seguir cualquier competición desconocida, cuando mis amigos ya me decían que iba a ser periodista deportivo.
Recuerdo las primeras vacaciones con mis padres en la Ciudad Condal. Aquellas Ramblas atestadas de pájaros enjaulados, retratistas y descuideros. Aquel primer partido en el Camp Nou (Barça 1-Extremadura 0, con gol de Figo, hay que joderse). Aquella entrada por casualidad al homenaje a Andrés Jiménez en el Palau. Aquella primera paella en el Rey de la Gamba de la Barceloneta.
Recuerdo también visitas posteriores, cuando ya me había enamorado perdidamente de su Raval, su Casa Leopoldo y sus calles viejas por culpa de Manuel Vázquez Montalbán, que me había cautivado con las historias imborrables de Pepe Carvalho.
Recuerdo volver en los primeros tiempos del procés, cuando la ciudad estaba más oscura y hostil, como enfadada consigo misma. Pero yo iba con mi novia, ahora madre de mis hijos, y sólo por eso la visita fue satisfactoria.
Recuerdo también, cómo olvidarlo, seguir las noticias sobre el atentado de las Ramblas y Cambrils desde el hospital, junto a la cama de mi padre, que miraba horrorizado a su ciudad favorita sin saber, qué cosas, que a él le quedaban 20 días de vida.
Recuerdo sentir en aquellos momentos grises que los yihadistas habían atacado a Marsé, Laforet, Orwell, Zafón y Mendoza, que con sus obras me habían avivado la devoción por aquellos lugares más novelescos que reales. Cuánta pena y rabia acumuladas.
Recuerdo que después, supongo que por un cúmulo de cosas, vino un tiempo de desconexión entre nosotros. Demasiados años sin volver a vernos. Y desde la distancia imaginaba a la ciudad entristecida y decadente, como un viejo romance al que observas sin nostalgia. La veía menos abierta y más dormida, casi sin atractivo.
Pero hace tres años, por carambolas del destino o por la gracia de algún dios pagano, vaya usted a saber, volví a Barcelona, o ella volvió a mí, tanto da, porque pasó a ser el lugar de residencia de mi empresa, mis jefes y mis compañeros. Por ello, en este último tiempo la he visitado con cierta asiduidad, aunque no con toda la que quisiera, porque las adicciones siempre te piden más.
Cada vez que pienso en ella cuando estoy en Euskadi o cada vez que recorro sus calles con aire meditabundo rememoro todos esos pedazos de mi vida, como piezas de un puzzle que no se deja terminar.
Esta semana he vuelto a hacerlo porque he asistido al BCN Desperta!, que es un prodigio de aprendizaje sobre periodismo, economía, política y empresa.
Decenas de ponentes pasan por el escenario. Voces más que relevantes de la sociedad barcelonesa, catalana y española protagonizan debates de altura e intercambian ideas sobre vivienda, industria, movilidad, urbanismo o tecnología.
En la trastienda que no se ve, todo el mundo echa una mano solidaria: unos presentan, otros fotografían, otros escriben, otros lo trasladan a las redes... Es un esfuerzo titánico de todo el equipo de Crónica Global y Metrópoli, al que envío un fuerte abrazo y mi enhorabuena.
Del evento, ya convertido en tradición de Barcelona, extraigo varias conclusiones claras: la primera es que el Grupo de Medios Global va viento en popa y a toda vela. La segunda, aún más importante, es que Barcelona está despierta. Y por ello, de alguna manera, vuelve a ser mi hogar.