La verdad es que el independentismo catalán está en uno de sus momentos más bajos. Los constitucionalistas pueden consolarse y disfrutar con esta etapa trágica y catastrófica para el secesionismo.
Esta semana, que Crónica Global ha calificado de horribilis, ha dejado algunas muestras que evidencian cómo están las cosas.
El lunes se conocía el fallecimiento de Víctor Terradellas, uno de los frikis más tronados del procés. Fue el principal promotor de la trama rusa, un complot para conseguir, entre otras cosas, que Putin enviara miles de soldados a Cataluña tras la DUI para apoyar la rebelión.
Terradellas fue también aquella lumbrera desagradable que hace unos años increpaba desde la tribuna de invitados del Parlament a Albert Rivera mientras el entonces líder de Ciudadanos trataba de intervenir en el pleno. En fin, descanse en paz.
El martes, la ANC presentaba sus planes para la Diada. Su manifiesto se resume en un puñado de términos como colonia, expolio, catalanofobia, asfixia, desnacionalización, encadenados, ataque a nuestra cultura y lengua, asimilación, Estado de matriz franquista, espionaje, palizas, humillación, represión, esclavos… y otros similares.
Aún así, Lluís Llach, capo del chiringuito y una reliquia que ya da más pena que miedo, insiste en animar a “preparar un nuevo embate, más fuerte, más valiente y más definitivo que el de 2017”. Ánimo y suerte, campeón.
Por la tarde, el presidente de la Generalitat, Salvador Illa, se reunía en Bruselas con Puigdemont. Lo razonable en cualquier democracia occidental avanzada habría sido celebrar el encuentro en Soto del Real, pero hay que admitir que el líder fugado de Junts ya es apenas una caricatura, un personaje grotesco en el panorama político actual.
Además, solo dos días después, el tipo ha recibido otro par de mazazos. Por una parte, Jaume Giró, probablemente el indepe más listo que quedaba en Junts, ha abandonado el barco al ver que la cosa no pinta bien: no debía tener ganas de hacer el ridículo. Y, casi simultáneamente, el abogado general del TJUE apoyaba la decisión de la Eurocámara de retirar a Puigdemont la inmunidad parlamentaria en 2021.
Así las cosas, parece claro que el independentismo ya no es una preocupación para la democracia en Cataluña.
Ahora bien, otra cosa es el nacionalismo. Este sí es el verdadero problema de la comunidad, que sigue presente, dominante y asfixiante en casi todos los ámbitos de la sociedad.
El nacionalismo catalán es un problema mucho más grave que el secesionismo y que el procés. Un problema que amenaza la convivencia y pisotea la libertad y los derechos civiles de los catalanes. Como ha ocurrido en las últimas cuatro décadas.
Una vez resuelto el lastre del independentismo, tal vez sería conveniente empezar a combatir el nacionalismo sin complejos, en vez de dejar pasar otra oportunidad de oro.