Este lunes, el comisario Eduard Sallent —quien fue el máximo responsable de los Mossos d’Esquadra hasta el pasado mes de agosto— compareció ante la jueza de instrucción número 24 de Barcelona.

Lo hizo en calidad de testigo, sin estar investigado, para confirmar el contenido del informe policial que se remitió al magistrado Pablo Llarena tras la huida de Carles Puigdemont, el 8 de agosto de 2024. Un informe en el que se reconstruyeron los movimientos del expresidente catalán y se detallaban los pormenores del operativo activado para la detención del mandatario en su más que anunciada visita al Parlament. Un operativo que, como se sabe, fue un fracaso absoluto. 

Y es precisamente ese dispositivo el que, casi un año después, sigue levantando ampollas. Porque lo que trascendió de aquel plan resulta, como poco, desconcertante. Existía una estrategia de intervención, sí, pero limitada a un solo escenario: la posibilidad de arrestar a Puigdemont en las inmediaciones del parque de la Ciutadella. No había rutas alternativas vigiladas, ni protocolos de respuesta para otros puntos de entrada o salida.

Todo se sustentaba en una suposición: que el expresident, pese a su historial de escapismo institucional, cumpliría su palabra y acudiría andando al Parlament para asistir al debate de investidura. Una confianza excesiva. Una fe ingenua.

No es la primera vez que se analiza con lupa aquella jornada fallida, convertida ya en símbolo de las fisuras de aquel verano. La llamada “fuga 2.0” ha sido ampliamente diseccionada en crónicas, columnas y hasta libros. Y, sin embargo, el relato sigue dejando fuera un elemento fundamental: la injusticia de extender el fallo de una cúpula a todo un cuerpo policial.

Porque sí, fue un error. Fue un operativo mal enfocado, mal planteado, probablemente mal dirigido. Pero no fue una negligencia colectiva. No fue el reflejo del cuerpo en su conjunto. Y no puede ser el legado por el que se siga juzgando a los Mossos d’Esquadra cada vez que alguien menciona aquella fecha. Un mal operativo no puede enterrar años de buen trabajo. Ni un dispositivo errático puede anular cientos de actuaciones impecables.

Los agentes que cargan con el estigma de aquella jornada no fueron quienes lo diseñaron. Son, en cambio, los que desmantelan redes yihadistas antes de que actúen. Los que persiguieron durante meses al violador de Igualada hasta dar con él. Los que resuelven homicidios que parecían irresolubles, que plantan cara a las mafias del narcotráfico, que trabajan en la sombra para proteger vidas. Y a ellos también les salpica, injustamente, el descrédito de una decisión política mal calculada.

No es justo. La herencia de un cuerpo policial no puede medirse por sus días grises, sino por su compromiso continuado con la seguridad, la justicia y el servicio público. El 8 de agosto fue un mal día. Pero no puede convertirse en la foto fija de los Mossos. No lo merecen. Y como sociedad, tampoco.