Los hechos ocurridos este domingo en el barrio de La Florida, en L’Hospitalet de Llobregat, invitan a una reflexión urgente sobre los límites de la justicia por cuenta propia y el auge de ciertos discursos en redes sociales que rozan —cuando no traspasan— la apología del odio.

El protagonista, un polémico youtuber conocido como Jan Sin Miedo, terminó con una brecha en la cabeza tras ser atacado por un grupo de jóvenes, entre ellos un menor, en un episodio que terminó en el barrio barcelonés de Les Corts. Una persecución urbana con tintes de linchamiento.

Aunque los detalles del inicio del altercado aún no están del todo claros —si fue él quien increpó al grupo o si fue reconocido y agredido por su historial en redes—, el contexto sí resulta revelador: este influencer se dedica a patrullar zonas de Barcelona y el Área Metropolitana, rociando con gas pimienta a presuntos ladrones, especialmente si son de origen extranjero. Luego lo graba, lo edita y lo difunde en plataformas donde acumula miles de visualizaciones.

La violencia no puede combatirse con más violencia. Las agresiones físicas que sufrió este individuo son inaceptables. Pero tampoco puede justificarse el modus operandi de quien, amparado en un discurso justiciero, se arroga el derecho de aplicar castigos físicos a quienes considera culpables. 

Porque esto va más allá de un altercado. Va de un tipo que decide que un joven al que él considera sospechoso merece ser rociado con un agente irritante —no homologado, por cierto— en plena vía pública. Va de grabar estas acciones como si se tratara de una gesta, obviando que el gas también puede afectar a viandantes inocentes. Y va, sobre todo, de un relato peligrosamente viral en el que el “castigo” se convierte en contenido y la “limpieza social” se disfraza de entretenimiento.

El problema no es solo que alguien se tome la justicia por su mano, sino que haya una audiencia aplaudiendo, compartiendo y siguiendo. En menos de 24 horas, tras la agresión, el influencer había ganado más de 1.000 nuevos seguidores. Su herida no ha hecho más que alimentar su personaje.

No se trata de elegir entre agresores y víctima. Se trata de señalar que ambas actitudes están fuera de la ley y del sentido común. Quien agrede debe responder por ello, pero quien incita, provoca y criminaliza sistemáticamente a colectivos enteros también debe rendir cuentas. Especialmente cuando lo hace desde una plataforma digital con influencia y desde el más profundo de los discursos de odio.

Los espacios digitales no pueden seguir siendo el terreno abonado de una justicia paralela. Es responsabilidad colectiva —y sí, también institucional, policial, judicial y social— frenar estos discursos y cuestionar qué se consume, qué se comparte y qué se legitima en redes sociales. Porque si el algoritmo premia el odio, el problema no es solo el algoritmo: el problema somos todos.