El disparate de la vivienda está alcanzando cotas grouchianas. Hasta el punto de que se quitan pisos a los pobres para dárselos a otros pobres… y entre todos pagamos un edificio en pleno Eixample para que sus inquilinos, algunos con más cara que espalda, puedan mantener cuotas de 300 euros sin ser vulnerables.
Es evidente que faltan viviendas, y que muchas de las que están disponibles están deterioradas o tienen precios desorbitados –o ambas– para el poder adquisitivo de quienes las demandan. Sobre todo, en las ciudades. El asunto, hay que decirlo, tiene difícil arreglo, pero las recientes soluciones propuestas claman al cielo.
Para ejemplificar el nivel de absurdo que estamos alcanzando, basta con mencionar la gran compra de pisos que acaba de hacer la Generalitat para destinarlos a alquiler social –ojo, claro que es necesaria vivienda pública para paliar esta crisis–.
La cuestión es que estos pisos, que nos han costado a todos 72 millones de euros, estaban en manos de un fondo que los adquirió a un banco que, a su vez, los había heredado fruto de ejecuciones hipotecarias.
En otras palabras, el banco se quedó las viviendas de propietarios que no podían pagar la hipoteca… y estas viviendas se dedicarán ahora a individuos y familias con dificultades para abonar una mensualidad más elevada.
Total, que estamos en las mismas: se quita las casas a unos pobres para dárselas a otros pobres, solo que el dueño del inmueble es ahora otro. Fascinante.
La otra gran solución política a la crisis de la vivienda es la de la Casa Orsola. Muerto el perro, se acabó la rabia. Los afectados por la compra del edificio –todos los barceloneses– son más que los supuestos perjudicados por los alquileres, pero tienen menos fuerza y capacidad de movilización.
Como denuncian la Asociación de Propietarios y otros actores del sector, este precedente es muy peligroso. En primer lugar, porque es la Administración la que divide en ciudadanos de primera y de segunda, con derechos y protección solo para algunos –que, en este caso, ni siquiera han acreditado su vulnerabilidad–.
Si el consistorio fuera coherente, desalojaría el edificio y lo destinaría a personas que lo necesitan de verdad, aunque no dejaría de ser una injusticia para quienes, con salarios algo más altos, tampoco pueden vivir en el centro de la ciudad.
Además, quién, en la Administración barcelonesa, tendrá ahora las narices de ponerse de perfil cuando un inquilino cualquiera se niegue a pagar o negociar una subida del alquiler o, más aún, decida que solo quiere abonar 300 euros, de modo que acredita su voluntad de pagar, pero no los recursos suficientes.
Por cierto, que estas ideas salen de las mismas mentes de quienes hacen la vista gorda con las okupaciones.
Pero si de seguir con el absurdo se trata, si lo que está mal es hacer negocio con la vivienda –en muchos casos es un ingreso complementario, y hasta casi imprescindible; otra cosa son los fondos que se enriquecen con ella–, prohibamos todo lo que rodea el ladrillo: constructoras, inmobiliarias, promotoras, casas de arquitectos, decoradores…
Volvamos a las cavernas, que cada cual se asiente donde le plazca. ¡Exprópiese!, que clamaba un tal Hugo Chávez.