Una de las características que mejor definen al nacionalismo es su obsesión por controlar la vida de los ciudadanos hasta niveles insoportables. Un celo que no solo afecta al ámbito público (como ocurre en las escuelas) sino también al privado.
Hace unos días, por ejemplo, yo mismo sufrí en primera persona un episodio de la fijación enfermiza de algunos nacionalistas por modular el comportamiento de los demás incluso en la intimidad del hogar para adaptarlo a su modelo de sociedad.
El incidente ocurrió en un entorno distendido, con personas instruidas, afables y civilizadas como protagonistas del acoso.
Todo comenzó durante una conversación sobre las últimas películas visionadas. “Tras varias décadas, por fin he visto Doctor Zhivago completa y del tirón y me ha parecido un peliculón. Y de las actuales, este fin de semana aproveché para ver Casa en llamas. No está mal, aunque me esperaba más”, me atreví a comentar.
Inmediatamente, uno de mis interlocutores señaló: “¿Casa en llamas? Será Casa en flames, ¿no?”. “No, no, la he visto en castellano”, respondí. A lo que me replicó indignado: “¿Cómo es posible que la hayas visto en castellano, cuando sabes catalán perfectamente?”. Un segundo interlocutor salió al quite: “¡No me lo creo! ¡Un talibán, eres un talibán!”.
Mi asombro no podía ser mayor. Mis contertulios no se escandalizaban con el argumento de que siempre es mejor ver una película en versión original sino porque no la viera en catalán, siendo este el idioma original del film y siendo yo catalán.
Los comentarios fueron a más. “Es un sinsentido, porque si conoces un idioma no tienes que cambiar la versión original”, indicaba furioso uno de ellos, pese a que jamás había mostrado tal nivel de ira cuando, en otras ocasiones, yo había reconocido que prefiero ver dobladas las cintas estadounidenses, pese a entender el inglés.
Uno de los contertulios -de marcado perfil tercerista- insistió ofendido: “Hay catalanes en Cataluña que viven como si fueran de Algeciras. Lo que haces es una provocación. Te importa un huevo estar en Cataluña. Haces que muchos catalanes se vuelvan indepes”.
“¿Qué has bebido? ¿Qué tomas? Es lo más alucinante que he visto en 30 años. ¿Te van a salir sarpullidos por ver una película en catalán? Sed normales, hombre. Estamos hartos de radicales. Estás loco, estás zumbado, estás como una cabra. Me dejas perplejo…”, añadió, al ver que no entendía su desazón ante mi elección.
Es cierto que pensé en contrarrestar los ataques recibidos explicando que no tengo ningún problema en ver cine en catalán (puesto que es mi segunda lengua), que la vi en español simplemente porque le di al play en Netflix y esa era la lengua por defecto en la que apareció, que ni me fijo en qué lengua veo las películas (ya sea español o catalán), que me encanta el catalán y blablabla…
Pero todo eso sonaría a excusas. Sería justificar un comportamiento personal por el que no se debe dar ningún tipo de explicación. Y eso es justo lo que quieren los nacionalistas: que los catalanes castellanohablantes o no nacionalistas tengamos que pedir perdón o excusarnos por ser lo que somos, incluso en la intimidad. Quieren que cambiemos nuestros hábitos o que no nos atrevamos a admitirlos en público, si éstos contradicen el modelo de sociedad que quieren perpetrar.
Lo cierto es que a mí me dan igual este tipo de presiones, es más, me ponen cachondo, me divierte enfrentarme a los sectarios, pero ¿cuánta gente opta por agachar la cabeza y callarse o cambiar de costumbres para no recibir el rechazo social, laboral o familiar?
Así que decidí responder con cortesía y sinceridad: “Mirad, os voy a decir por qué he visto Casa en llamas en español. Y os pido que me escuchéis atentamente: la he visto en castellano porque me ha salido de los cojones. ¿Ha quedado claro?”.
Tras zanjar el debate me quedé pensando: ya verás cuando se enteren de que este fin de semana también he visto Pan negro.