Barcelona ya no es la ciudad de los prodigios, sino la dictadura del vecino gruñón y del jefe de licencias de distrito. La Ciudad Condal ha pasado de intentar acompasar la vida económica con el descanso y la tranquilidad vecinales, de intentar hallar un equilibrio, a las razias policiales en locales, y a las visitas de los técnicos del distrito una vez. Y otra. Y otra. Y una cuarta. Y así hasta que consiguen alcanzar lo que debe ser el culmen de la carrera profesional del jefe de servicios de licencias y espacio público medio: el precinto.
El burócrata de este o aquel distrito alcanza el cénit profesional precintando no una discoteca ilegal bajo una escalera de vecinos, sino aquel local que cumple las 50 normativas aplicables, pero que la 51 presenta una anomalía. "Tiene usted una luz de discoteca en el techo y tres personas de pie con un yintónic en la mano. ¡Precíntese!", dicen los implacables funcionarios. Y digo dicen por qué este que describo es un caso real.
No, algunos civil servants de los diez distritos de Barcelona no buscan el after ilegal que se torna en una tortura para los vecinos, o la terraza que ocupa media acera. No. Peinan calle a calle, número a número, para descubrir si en restaurante el baño de minusválidos incumple por diez centímetros una ordenanza consolidada de los años 90 de la que nadie se acordaba. Examinan bar a bar, pub a pub, barra a barra, buscando el ya famoso abuso de licencia C3 porque en una marisquería hay dos tipos conversando con un Brugal en la mano. ¡Anatema, ciérrese!
Escuchen a los ingenieros, a los abogados de licencias, a los empresarios de la capital catalana. Te juegas el capital de tu sociedad limitada abriendo un local de concurrencia pública, das empleo a diez, quince, veinte o 30 personas y te lo cierran por algo menor que requiere de una interpretación iracunda de la ley.
Y no es licencia de este periodista. Pasó en el 4 Latas, con el que algún técnico municipal debe tener una cuenta pendiente. Pasó con el baño de Bocagrande en el pasaje de la Concepció porque a alguien se le ocurrió innovar y poner un DJ que pinchaba chill out en el baño. ¿Cómo osaron en la ciudad de los cascarrabias? Pasó con el sótano de El Galliner porque se celebraba un evento privado. Hospedas un cumpleaños de 25 personas que te arreglará la caja del mes y te crujen los inspectores municipales. ¿En qué estaba usted pensando? ¡Abuso de licencia (sic)!
Ha pasado recientemente con ilustres locales de la Ciudad Condal que todos los lectores conocerán, del litoral barcelonés a Tuset, pasando por Mandri o Enric Granados, a la que los funcionarios acuden a sangre y fuego una vez a la semana, como si un comando de la brigade anticriminalité irrumpiera en los barrios septentrionales de Marsella. ¡Todo el mundo al suelo, hay un barril de cerveza junto a la escalera de incendios!
Y es actitud soviético-rondinaire tiene consecuencias, claro. Los empresarios se hartan. Entran ideas a urbanismo o a los distritos, y se las destrozan o se las deniegan sin explicación alguna. Empiezan un proyecto jugándose el patrimonio y les tratan como a criminales. No se llega a la época en la que Gala Pin patrullaba junto a la Guardia Urbana como si fuera la shérif de Ciutat Vella, pero casi.
Porque no depende de los políticos. Los concejales de cualquier color, en petit comité, se declaran impotentes ante el colosal poder del jefe de licencias de turno. Tiene que obedecerle a pies juntillas o éste se los lleva por delante. Conoce cada procedimiento y rincón del ayuntamiento. De este modo, los electos entran a gobernar con el poder cercenado por el alto funcionario municipal amigo de los precintos.
Barcelona está gobernada en estos momentos por el vecino gruñón y por el jefe de licencias déspota, y las consecuencias se notan. Los grandes proyectos de restauración se marchan a Madrid. El ocio nocturno ya ha desertado y se reduce a un puñado de incombustibles. La capital y Marbella han adelantado y circulan a años luz de la Ciudad Condal.
No nos equivoquemos. No se trata de que reine el laissez faire. No se trata de empaquetar y entregar el espacio público y el descanso vecinal al sector privado. Se trata de que el equilibrio economía-descanso se perdió hace años, y en la capital catalana gobierna ahora el funcionario inmisericorde que te arruina una inversión de millones de euros. Pregunten, porque ha pasado.
Y no es solo la noche o la restauración. Presentas una idea disruptiva y no gusta. Quieres hacer un local que cabalga entre dos actividades y en el distrito te toman por loco. Te descuelgas con un restaurante con copeo y en el distrito te tratan como si quisieras repartir fentanilo en la puerta del cole. En Barcelona ha medrado una casta funcionarial que mata la alegría, a la que nadie le está poniendo coto.
Y, en consecuencia, los grupos con capacidad de invertir, muchos de ellos fundados por catalanes que se jugaron los duros, se marchan a Madrid. Luego, que si "en Barcelona no te puedes tomar una copa un miércoles".
Repito: no se trata de liberalizarlo todo. Dura lex, sed lex. Pero la virtud está en la interpretación equilibrada de la norma --o de la ordenanza municipal--, y no de tomarla como si el empresario que viene a presentarte una idea fuera el enemigo. Y eso está pasando. Los permisos tardan meses, pero te pasas de plazo y un día y tu inversión de dos millones se ha perdido. Y el funcionario, de teletrabajo. ¿Facilitar la inversión? ¿Bromea usted?
Es una situación intolerable a la que algún político, algún día, le pondrá remedio. Pero mientras, es la dictadura del vecino gruñón y del jefe de licencias del distrito inclemente. Que, además, coincide que ha cogido unos días de libre disposición, por lo que es imposible hablar con él.