Un mal resultado electoral puede ser muchas cosas, pero a menudo coincidimos en señalarlo como un castigo divino tras haber gobernado de forma incompetente, no haber sido útil desde la oposición o no haber sido capaz de ilusionar al electorado con tus mensajes y propuestas.
Honestamente, no creo que ninguno de estos tres supuestos, aunque existan otros cien para explicar los motivos por los que un partido puede precipitarse por el barranco, sea la explicación de por qué ERC obtuvo un mal resultado la noche del 12 de mayo. Es cierto que el Govern de Pere Aragonès no ha destacado precisamente por su producción legislativa ni por medidas de alcance para hacer frente a los problemas económicos y sociales, y que la campaña del president no fue la más ilusionante frente a dos adversarios de altura como Salvador Illa o Carles Puigdemont. Pero el hundimiento hasta el umbral de 20 escaños tiene explicaciones más profundas.
Una de ellas, dejar que el guión de su campaña lo escribiera un Puigdemont obsesionado con polarizar las elecciones entre Junts y el PSC. Hablar más de referéndum que de financiación singular, una propuesta mucho más posibilista que, ahora, se ha revelado como la tabla de salvación para que ERC sobreviva en la próxima legislatura pese a que Illa esté en el puesto de mando.
ERC fue el primer partido en acelerar la maquinaria independentista ante Artur Mas, pero también fueron los primeros en aterrizar en el terreno del diálogo y el independentismo pragmático. Por ello sorprende que aún miren de reojo a Puigdemont en un momento transcendental para la historia de Cataluña.
Si Puigdemont quiere volver a Cataluña durante la consulta a las bases de ERC para decidir si hay pacto con los socialistas, que vuelva. Si Puigdemont quiere volver a Cataluña durante el debate de investidura de Salvador Illa, que vuelva. Si Puigdemont quiere volver en el momento que más le plazca con motivo de que su detención se convierta en un muro que impida a los catalanes avanzar hacia una nueva etapa, que vuelva. Pero ERC debería actuar con sentido de la responsabilidad y arremangarse para derribar ese muro.
Ni las amenazas de la ANC, ni las amenazas de los CDR que irrumpieron en su sede, ni un espectáculo a principios de agosto que no interesa ni a los de Puigdemont debería doblar el brazo a un partido de gobierno cuyo objectivo debería ser mejorar la vida de la gente.
Porque Puigdemont hace mucho que no actúa como representante público, sino como marca electoral. Una marca que tiene fecha de caducidad: la investidura de Illa, cuando el fugado habrá de hacer frente a su promesa de abandonar la política.