La negociación del pacto de investidura entre PSC y ERC ha propiciado que se aceleren trámites como el traspaso de la gestión de la red de Rodalies de Renfe. La Generalitat empezará a asumir la R1, la que pasa por la costa del Maresme, a partir del próximo enero y hará lo propio con el resto de líneas -la R2 y la R3- en diciembre del año próximo.

Que este trámite se transforme en una mejora real para los usuarios que sufren de forma demasiado recurrente incidencias en este servicio, está por ver. El Govern no ha sido precisamente excelso a la hora de asumir el control de otras grandes infraestructuras como es la autopista AP-7, colapsada casi de forma perpetua y que arrastra problemas como la rapidez en retirar vehículos averiados o siniestrados del arcén. Además, no tiene experiencia en gestionar una red como la de Renfe, muy distinta a la de Ferrocarrils de la Generalitat (FGC), y poco podrá hacer para que Adif invierta en mejoras como, por ejemplo, la que necesita el túnel de Sant Andreu, un cuello de botella para los trenes que entran o salen de Barcelona.

El fondo del traspaso de Rodalies no es otro que una operación de marketing. Que la Generalitat asuma la gestión es una forma de decir que el Gobierno no tiene ni idea de cómo se debe gestionar una infraestructura en Cataluña, otro dardo al Estado en el marco de la larga década del procés que se disfraza de “desconexión”. Pero la victoria es sólo sobre el papel. Ahora, toca cumplir con las expectativas planteadas, y se trata de un reto difícil.

La alternativa es fatal, ya que implica frustración. Resulta curioso que las formaciones políticas que venden con más convicción que el traspaso es el fin de los problemas de Rodalies, casi por arte de magia, son los mismos que se resisten a tomar nota de los efectos que esta frustración con los resultados procés ha generado. El correctivo en las urnas que reciben elección tras elección y su incapacidad de recuperar la movilización, aunque les cueste aceptar esta realidad y busquen a la desesperada un golpe de efecto.

Este es el escenario en el que tiene lugar la negociación de la investidura de Salvador Illa. Mientras las conversaciones se prolongaban, el mundo colapsaba por los problemas en una actualización del programario de ciberseguridad que usa uno de los principales proveedores de Microsoft. El sistema operativo se colgó y desató un tsunami con efectos en todo el planeta. También en Cataluña, donde el Sistema de Emergencias Médicas (SEM) y varios hospitales grandes -como el Sant Joan de Déu o el Instituto Guttmann- se quedaban sin poder acceder a los sistemas.

El tráfico aéreo internacional se vio sumido en el caos y, el mismo viernes, Aena canceló 105 vuelos. Poco a poco se ha recuperado la normalidad, pero los efectos de la caída de Microsoft aún colean y evidencian que la mayor dependencia actual es la que contraen los ciudadanos, de forma directa o indirecta, es con las grandes tecnológicas. Y, aunque es complejo regular los oligopolios que cada vez controlan más espacios privados por la importancia de los servicios que brindan, los reguladores ni siquiera lo han intentado. Ni de forma individual ni coordinada, el único escenario que podría tener resultados positivos para los consumidores.