La estabilidad es un concepto que siempre entendemos en su acepción positiva para todas aquellas cuestiones en que se utiliza. Cuando se trata de meteorología, la estabilidad no siempre es bienvenida. Para que llueva es necesaria inestabilidad atmosférica y eso es lo que se echa de menos en los últimos meses en los que la ausencia de agua caída del cielo se convierte ya en un problema ciudadano de primer orden en más de media España.
Inestabilidad política y estabilidad meteorológica, ese es el dibujo de Cataluña en estas fechas. Contradicción que ha puesto de manifiesto la parálisis de los gobiernos autonómicos en general y especialmente el de la Generalitat desde que el proceso soberanista invadió la política regional. Cataluña vive hoy con medidas extremas porque los sucesivos responsables políticos han omitido las advertencias que los expertos, los agricultores y la industria han dado sobre las consecuencias enormes que provocaría el olvido de la inversión en unas infraestructuras hídricas capaces de dar respuesta a temporadas sin lluvias como la actual.
Los grifos van a comenzar a perder presión y los ciudadanos de una parte importante de la comunidad, justo la más poblada, empezarán a sufrir las medidas restrictivas al consumo que se aplican para administrar los escasos recursos hídricos disponibles. Las empresas turísticas, los agricultores, los gimnasios, los jardines y otros muchos servicios y espacios públicos se resentirán de la ausencia de agua hasta que los embalses recuperen sus capacidades de antaño.
Al Govern de Pere Aragonès el asunto le pilla con el paso cambiado. No ha hecho ninguno de los deberes que tenía pendientes. Por ejemplo, licitar dos desaladoras (Tordera II y Foix) que resolverían el problema de abastecimiento de la población. O estimular las plantas de potabilización y reutilización del agua. Son unos centenares de millones de euros que deben emplearse en su construcción y unas obras de un año y medio que, aunque ahora arranque el procedimiento administrativo, ya no llegarán a tiempo para paliar la situación de sequía en esta temporada.
Madrid tiene la culpa, que se espabilen los ayuntamientos y los ciudadanos consumen en exceso. Es el resumen de la respuesta política que Aragonès y su gobierno de circunstancias son capaces de dar. Nada de tocar el agua del Ebro porque saben que ese asunto solivianta a los alcaldes y partidos políticos de las Terres de l’Ebre y ese enfado es insoportable en un año de precampaña electoral. También se opone Aragón a un eventual trasvase del río, que consideran una nueva concesión socialista a los nacionalistas catalanes. Por supuesto, nadie hallará ni un ápice de autocrítica de los sucesivos gobiernos autonómicos que han provocado tamaño problema por su indecisión, incapacidad o mera vagancia.
Me explicaba hace años un alcalde que el principal problema de su municipio era la obsoleta red de alcantarillado que poseía. Habían pasado otros alcaldes por delante suyo y el problema que provocaba inundaciones y la presencia de roedores y plagas por la localidad quedaba siempre en el apartadero de las promesas electorales. Sus antecesores habían preferido invertir los millones que costaba levantar el suelo y cambiar las tuberías en la construcción de algún polideportivo, piscina o teatrillo local. El problema grave persistía, pero la erosión electoral resultaba mínima. Él iba a resolverlo justo al principio de la legislatura y gracias a que tenía un gobierno fuerte, con una mayoría incuestionable. El asunto debía solucionarse y la posibilidad de que la ciudadanía entendiese de manera positiva la necesidad de renovación de esas infraestructuras escondidas bajo nuestros pies era casi nula.
Es lo sucedido en Cataluña estos años últimos. Ningún gobierno ha contado con la fortaleza suficiente para destinar un 10% de su tiempo y recursos a prever la renovación de la infraestructura hídrica (mejorar la existente y evitar las fugas de agua que en 2022 fueron un 24% del agua potable que se distribuyó por la red, suficiente para llenar el pantano de Sau) y realizar las obras necesarias para garantizar el abastecimiento en años de extrema sequía (desaladoras o conexiones a nuevas fuentes de suministro).
La gravedad del asunto queda perfectamente reflejada en las medidas de urgencia adoptadas por la Generalitat en los últimos días. Las restricciones de consumo se han ampliado y afectarán por primera vez a la industria, lo que preocupa a los sectores textil y cárnico de manera especial. Más allá de la incomodidad con la ducha o el agostarse de los jardines y espacios públicos, el tejido productivo se verá afectado por primera vez. La falta de previsión de los gobernantes autonómicos está a punto de desecar también la Cataluña que trabaja y produce. El secano puro y sangrante.
Tantos esfuerzos destinados a reafirmar la identidad, la búsqueda de espacios políticos soberanos y a la exaltación de la hispanofobia han relegado el grifo del agua a la última de las preocupaciones. Solo queda mirar al cielo, sacar al beato Oriol Junqueras en procesión o redactar un decreto que obligue a realizar rogativas en la lengua de Pompeu Fabra para esperar sentados el milagro. Cataluña se deshidrata entre debates sobre la amnistía y la cercanía de unas nuevas elecciones. ¿Olvidarán esos mismos ciudadanos deshidratados la cuestión cuando depositen su voto en las urnas? Debería ser el principal asunto de debate electoral, salvo que los efectos de la sequía nublen el entendimiento urbi et orbi.