El bajo nivel educativo en todo el país es una de las preocupaciones habituales en las familias. Es una de esas cuestiones que sí se comentan en la puerta de los colegios en charlas angustiantes. No en vano, está en juego algo tan sagrado como la formación de un niño.
El informe PISA ha demostrado que hay mucho trabajo pendiente en las aulas, pero su resultado no es una verdad irrefutable. De entrada, porque los países que han obtenido el mayor reconocimiento en el test cuentan con modelos educativos y sociales que seguramente no son compartidos ni siquiera por las mismas familias que exigen cambios.
Y, si ampliamos el debate, el principal mensaje que se lanza con la última publicación de PISA es que la OCDE no tiene ni la más mínima idea de cómo mejorar la educación que reciben los menores de todo el planeta. Las recetas y propuestas que la organización ha lanzado en los últimos años simplemente no son válidas.
Pero, más allá de este tropezón global, los resultados de Cataluña (y de España) fueron un palo del que la clase política aún no se ha recuperado. Da alas a protestas como las que se han escuchado durante meses en los pasillos de la escuela Andreu Castells de Sabadell. Allí, la presión de las familias ha propiciado una baja en bloque del equipo directivo. La Generalitat ha tenido que mover ficha y, de forma inédita, ha intervenido un centro que se ha convertido en el ejemplo más claro de los problemas que arrastra la escuela catalana.
Las familias afectadas han expresado su disconformidad en múltiples aspectos de la gestión. Algunos más banales, como cancelar la castañada (la explicación que más o menos se dio estaba vinculada a la inclusión de las comunidades diversas), y otras más profundas como las críticas al programa educativo. Esto es la raíz del problema en la pública catalana. Se innova y se deja atrás el modelo escolástico, pero los planes son exitosos sólo sobre el papel.
Las comunidades escolares no están preparadas y tampoco disponen de los recursos necesarios para aplicarlos. Especialmente en centros que acogen un mayor número de alumnos diversos. La escuela catalana sufre por un sistema que ni siquiera garantiza que las direcciones tengan el suficiente conocimiento de los centros para aplicar los cambios que desean. El profesorado no cuenta con las herramientas para aplicarlo y se necesitan más brazos.
El resultado final es el declive de la formación con la consiguiente angustia y descontento de las familias. La diagnosis está clara, las medidas que se van a tomar para revertir la situación no tanto.
Por ahora, la Generalitat ha cesado al directivo que aseguró que el suspenso de Cataluña en PISA se debía a que los inmigrantes estaban sobrerrepresentados en la muestra -demostró que no sabía, o no se había mirado la muestra-. También ha dado más poder a un republicano formado en las filas de la Fundació Bofill, la organización que de verdad mueve las cuerdas de la educación en el territorio. Y, visto lo visto, sus iniciativas también han fracasado.
Lo ocurrido en la escuela de Sabadell es un síntoma. Es responsabilidad de Pere Aragonès decidir si también es una excepción. De lo contrario, mejor que prepare a la comunidad educativa para aguantar una nueva presión.