Hace una década el periodista Enric Juliana se sacó de la manga un símil que magnificaba la percepción ciudadana de los problemas diarios y los relacionaba con el victimismo habitual hacia todo lo que se cocía más allá del Ebro. El català emprenyat (el catalán enfadado) con los trenes de Cercanías, los peajes de las autopistas, las mentiras sobre el déficit fiscal y hasta el diferencial de precios con el resto de España acabó abrazándose al procés secesionista gracias a la literatura y el relato nacionalista de entonces y lo demás ya se lo saben… Esa metafórica figura ha transmutado. Lejos del enfado, al catalán molesto le ha invadido una suerte de mancha de aceite compuesta de melancolía, frustración y sensación de engaño que lo ha secado, literalmente.

Hoy el català emprenyat no es más que un català sec. Está preocupado, vive sin ilusiones, sin proyectos, sin horizontes temporales y, para bordar el calificativo, sin agua. Seco de verdad, no únicamente de manera alegórica o simbólica, el ciudadano catalán se ha quedado atrapado en una crisis hídrica que sus gobernantes no supieron prever ni anticipar y que hoy nos lleva a vivir con restricciones mientras miramos al cielo y ensayamos rogativas.

En ese contexto cambiaremos pronto de año. El 2024 tiene pinta, también, de ser año de elecciones autonómicas catalanas. Pedro Sánchez ya se ha instalado en Moncloa y, pese a la precariedad de sus apoyos, nada parece que amenace con desalojarlo en los meses venideros. De ahí que la precampaña electoral catalana haya arrancado de manera tan discreta como imparable. Porque las fechas se aproximan, pero también porque los socialistas quieren probar, cuanto antes, si son capaces de darle el zarpazo al independentismo en las urnas y abrir una etapa nueva en la región.

Uno de los motivos esgrimidos desde las filas del PSC para apoyar de forma disciplinada la amnistía a los presos del procés radica en el excelente resultado que cosechó ese partido tras los indultos y la reforma del Código Penal sobre una parte de los delitos que afectaban a los líderes de la secesión. Sofocar el incendio catalán a la par que se propagaban algunas llamaradas por el resto de España. Ahora, por segunda vez, abanderan ese argumento del voto diferencial dentro y fuera de Cataluña para sostener que los catalanes secos, esos que no tienen agua, están a oscuras y no saben leer, escribir, sumar y restar (palabras de Salvador Illa en el Parlament) les otorgarán una confianza que hará posible revertir un estado de cosas lamentable en la gobernación de la comunidad autónoma. 

Lo cierto es que la encuesta de intención de voto publicada la última semana por este medio avala la fortaleza socialista en Cataluña y el escaso rédito que obtiene la formación de Carles Puigdemont de todo el ruido producido en la negociación de la investidura de Sánchez, reuniones en Bruselas y mediador internacional incluidos. Pese a la bochornosa gestión de los actuales gestores republicanos de la Generalitat, su partido resiste entre las preferencias de los catalanes nacionalistas y ni la sequía ni el demoledor informe PISA sobre el modelo educativo propio parecen hacer mella en las intenciones electorales. Tampoco para bien, es cierto.

Por si todos esos argumentos deviniesen aún insuficientes, la tensión entre las diferentes facciones políticas del independentismo provocaría que un gobierno de esas características y factura resultase imposible a día de hoy. Las encuestas pronostican que ahora no suman y, si aritméticamente fuese posible, la división en el seno de ese movimiento está próxima a llegar a las manos, aunque los mamporros que se propinan impidan retener el poder.

Los catalanes en general se han secado emocionalmente y hasta los socialistas arrastran problemas internos para convencer a ese 40%-45% de sus votantes que no comulgan con el perdón a quienes liaron el mayor incendio político en España desde el golpe de Estado de Antonio Tejero en el Congreso en 1981. 

El problema es que la sequía de los cielos y la emocional se abren camino inexorablemente: ni llueve, ni funciona la enseñanza, ni se lidera casi nada que no sea ya la ejecución del pa amb tomàquet y perdemos hasta los grandes premios de F1 de automovilismo en favor de un Madrid menos ensimismado, más ágil y dispuesto a entrar en la modernidad sin tantas monsergas (a ese respecto lean, por favor, el excelente artículo de José Antonio Bueno publicado ayer). Tanta sequedad amenaza, además, con dejarnos más tiesos que la mojama. O como el fuet de Vic, tanto da.