Cinco días después de la publicación del informe PISA, el Govern aún busca cómo salir airoso del correctivo mayúsculo que supone un resultado demoledor desde todos los puntos de vista. Constata que las aulas requieren de más atención y mimo por parte de la Generalitat y rompe el mito del alto nivel de la escuela catalana.
El sistema autonómico ha obtenido la peor nota de su historia en esta evaluación y el rendimiento de los alumnos en matemáticas, ciencias y comprensión lectora está por debajo de la media de España, de la Unión Europea y de los países de la OCDE. No somos Finlandia ni Suecia. De hecho, el resultado nos sitúa a la altura de países como Turquía o Vietnam.
El Ejecutivo de Pere Aragonès ha estado despistado incluso a la hora de digerir los datos que aporta el informe. Ha destinado el puente de la Constitución a autoenmendarse. Empezó medio bien, ya que su portavoz reconoció que la Consejería de Educación no lo había hecho del todo bien los últimos años --tirar del Madrid ens roba aquí es difícil al ser una competencia transferida y ERC ostenta esta cartera en el gobierno catalán desde 2018--, pero el mea culpa duró poco.
El secretario de Políticas Educativas, Ignasi García Plata, aportó el comentario más racista de los últimos tiempos al asegurar que los resultados poco “óptimos” de la evaluación obedecían a que en la muestra había una sobrerrepresentación de alumnado inmigrante.
El escándalo fue mayúsculo y la consejera del ramo, Anna Simó, intentó matizar el diagnóstico xenófobo horas después. Lo hizo con un mensaje en redes sociales en el que señaló que el problema de fondo era de “pobreza infantil y segregación escolar”.
El director general de Innovación educativa, digitalización y currículum, Joan Cuevas, hiló algo más fino. Tres días después del revolcón, reconoció que se había fallado al universalizar la enseñanza por proyectos en primaria y que se había lanzado a la comunidad educativa a este modelo sin ni siquiera haberla capacitado.
La exconsejera Irene Rigau ha sido la que ha señalado de forma más clara cuál es el problema que denuncia el informe PISA: “El sistema catalán está desorientado”. Ella, la política que ha pasado de forma más profunda las tijeras por la partida del gasto educativo (unos recortes que aún no se han revertido), detalló que abordar la “sostenibilidad, el cambio climático, el feminismo, la solidaridad. Todo esto está muy bien, pero si resulta que lo tenemos que sacar de horas de lengua y matemáticas, no vamos bien”. Es decir, un problema de prioridades.
La escuela catalana no es desde hace más de una década precisamente la prioridad de los gobernantes de Cataluña. Rigau fue la primera en aplicar una de esas medidas de doble filo que levantó polvareda al profesionalizar la dirección de los centros en 2012. Los sindicatos ya alertaron entonces de los efectos que tendría dejar las riendas de los centros a quienes hubieran superado un proceso de selección (con cierto margen de discrecionalidad) aunque no conocieran a fondo sus destinos. Gripaba la meritocracia.
Los bandazos normativos desde entonces han sido una constante. Clara Ponsatí ha sido la que ha reconocido de forma más clara que gestionar la educación en Cataluña le ha importado un pimiento, aunque sus sucesores tampoco han estado demasiado centrados. Simó, de hecho, aterrizó en el departamento para apagar los múltiples incendios generados por Josep González-Cambray.
Esto ha dejado una escuela primaria que funciona bien, pero con problemas de personal y con el reto de la enseñanza por proyectos; y una secundaria que los propios docentes reconocen que tiene que mejorar mucho. Sin entrar en que la Generalitat se ha borrado del 0-3, etapa que corre a cargo de los ayuntamientos.
La escuela catalana debe hacer frente a los mismos grandes debates que el resto de sistemas del mundo (la tecnología en las aulas, los dispositivos móviles en los centros, bullying, redes sociales…), pero lo hace con un brazo atado a la espalda. No cuenta con el apoyo de un gobierno que, por ahora, sólo apunta a que se requiere reforzar el catalán. Como si eso por sí sólo fuera a mejorar la capacidad de los docentes y la formación de los alumnos.
De nuevo, más política para un problema poliédrico, profundo y que, si algo requiere, es de poco politiqueo. Cinco días después del bofetón, no se han presentado medidas de urgencia para evitar que se repita. De hecho, ni siquiera se ha planteado la idoneidad de García Plata para seguir en su cargo.