Amarga victoria del PP en las elecciones generales más veraniegas, improvisadas y complejas de las últimas décadas. Ganó pero muy por debajo de las expectativas que una demoscopia cada vez más discutible les otorgaba. Ayer emergieron por enésima vez las dos Españas machadianas. El bloque conservador y el progresista casi empataron en votos y escaños en el Congreso de los Diputados. Solo Cataluña fue diferente, claramente distinta en su modo de votar e interpretar la política española.

Las dificultades para formar gobierno tras el paso por las urnas son obvias. Para que Pedro Sánchez se mantenga en la Moncloa será necesario que todos los nacionalistas, vascos y catalanes, se alineen con la coalición sociocomunista del PSOE y Sumar. A un PNV en lento retroceso le supondría ponerse del mismo lado que Bildu, el partido que le está comiendo la tostada en un territorio que siempre maniobró a su antojo. A ERC, desplomada y condenada por los catalanes a regresar a sus números de siempre, solo le queda olvidar sus diferencias con Junts per Catalunya y pactar una posición con el partido del fugado y la presidenta inhabilitada. Unos y otros llevan meses de constante fricción, de voluntad de diferenciarse. De retroceso individual, en definitiva. Ejercer una visión idéntica en Madrid les lleva a uniformizarse, algo que detestan pero les ha hecho fuertes en la política española. Se le entendió muy claro a Miriam Nogueras en su comparecencia para analizar los resultados.

Alberto Núñez Feijóo ha liderado con el PP la propuesta partidaria más votada. Incluso con la victoria a los puntos, la posibilidad de que se convierta en nuevo inquilino del edificio presidencial es remota. Necesitaría entregarse a la derecha extrema de Vox y Santiago Abascal, cosa que es tan factible como espinosa para tejer cualquier otra alianza adicional que dé la mayoría suficiente necesaria para la gobernación del país.

Junts per Catalunya, heredero de la antigua CDC, partido de raíz conservadora y tradicionalista, está en una fase que prefiere dañar al Estado como estrategia política que defender sus postulados de clase. Quienes en Madrid daban por hecho anoche que la formación de Carles Puigdemont puede conceder la presidencia a Sánchez olvidan a menudo que al expresidente catalán le interesa más desestabilizar que lo contrario. Atrás quedaron los tiempos de Jordi Pujol, catalán del año de Abc, los pactos del Hotel Majestic y las políticas de peix al cove que se ejercieron en su día. Ser estratégicos, sí, pero más para ser útiles en la erosión de las instituciones que para facilitar su cohesión y gobernabilidad. Son un submarino atómico en las Cortes. Incluso aunque les pongan encima de la mesa un eventual referéndum de autodeterminación de Cataluña.

Con la foto final del resultado de las elecciones generales no debe descartarse ninguna posibilidad, incluida la repetición electoral. No es una buena noticia que las dos Españas resulten incapaces de conseguir etapas de estabilidad política y, por ende, económica. La falta de magnificencia de los dos grandes partidos y su enrocamiento con la consecución del poder a toda costa hacen imposible un gran pacto de Estado que permita la consecución de acuerdos o hasta una gran coalición que facilitara el desarrollo económico, social y civil de un país que debiera ocuparse de coser sus diferencias históricas desde posiciones centradas, de generosidad pragmática. No, por más deseable que fuera, el centro ha desaparecido del todo en la última campaña y reeditarlo en la práctica se antoja una alquimia propia de premio Nobel.

Quizá el único que ha sabido jugar ese papel en los últimos tres años ha sido el líder del socialismo catalán. Salvador Illa mejoró el resultado del PSC en las recientes elecciones municipales cuando todo su partido se desmoronaba en la mayoría de rincones de España y ha vuelto a obtener un resultado admirable: es de nuevo la fuerza catalana más votada y sin grandilocuencias ha orillado un independentismo preocupante, crispante y tan nocivo como fragmentador. Moderación, sentido común, generosidad con quien gobierna en la administración autonómica y una visión estratégica de luces largas le están convirtiendo en el único dirigente catalán que gana posiciones mientras que toda una generación las pierde.

Esa Cataluña única, tanto por el complejo avispero secesionista como por el vanguardismo centrado de Illa, son la contraposición a la España machadiana que se mira crispada. Curiosamente similar a lo acontecido en el País Vasco, la otra nacionalidad histórica donde los socialistas han logrado muy buenos resultados frente a la competencia secesionista. Y en esos feudos, Sánchez ha contado con aliados capaces de transmitir un mensaje de moderación y centrismo que no ha sabido circular en el resto del país con tanta eficacia.

Todo está abierto, nada ha quedado completado después del esfuerzo de votar en plena canícula. Los meses que vienen serán decisivos para conocer como la España que ha cumplido el primer cuarto de siglo XXI se organiza políticamente. Que sea con un gobierno de progreso o conservador no debiera resultar ningún problema. Que el país siga tan prisionero de su fractura histórica, que Cataluña viva en una constante agitación política es, sin embargo, la muestra más palmaria de la dificultad para superar el aforismo machadiano, una especie de condena que se arrastra a lo largo de las décadas. Una incapacidad para entrar en una etapa de modernidad y de superación de antiguas rencillas.