Carles Puigdemont, alma de cántaro, todavía cree que las instituciones europeas están a su servicio. Que el proyecto independentista, que según el último barómetro del Centro de Estudios de Opinión (CEO) de la Generalitat está en su cota histórica más baja en cuanto a apoyo ciudadano, es visto en Bruselas como una cuestión de derechos humanos, de libertades democráticas, de naciones reprimidas.
Puigdemont, a quien el Tribunal General de la Unión Europea (TGUE) acaba de darle un revés al confirmar la retirada de su inmunidad como europarlamentario, hace tiempo que pasó a engrosar el listado de personajes con aires de grandeza que se comparan con Martin Luther King, cuando no acusa al Gobierno español de “genocidio” catalán.
El expresidente, según el citado sondeo, sigue siendo el político más conocido, lo que no significa necesariamente que sea algo bueno. Al contrario. El fugado se ha convertido en un dirigente antipático por sus excesos. Cansino por sus peroratas. Lo de Puigdemont ya no tiene épica ni estética. Ayer dio rienda suelta, de nuevo, a esa eurofobia que le hizo caer en manos de los rusos. O en la creencia de que Vladimir Putin acudiría en su ayuda para destruir a un enemigo común, la Unión Europea (UE) desafecta a la unilateralidad independentista.
A nadie o casi nadie le importa ya la situación judicial de Puigdemont. Si grita, insulta o brama contra los países europeos que, a modo de lobi –cree el de Waterloo— se han conjurado para hacerle la puñeta a los responsables de la DUI.
Obviamente, el posible retorno del presidente a España es lo único que despierta cierto interés ciudadano. Ante cada contienda electoral –y en Cataluña las hay con demasiada frecuencia, precisamente por la situación de inestabilidad que dejó el procés-, el entorno del expresidente –con Pilar Rahola al frente- amaga con su vuelta. Están convencidos de que eso movilizará de nuevo a los activistas del secesionismo, ahora en claro retroceso como se ha visualizado en el enfrentamiento entre la Assemblea Nacional Catalana (ANC) y la Associació de Municipis per la Independència (AMI) por el diseño de la Diada, así como con el revolcón de los militantes de la ANC a la peregrina idea de su presidenta, Dolors Feliu, de promover la abstención o el voto nulo el 23J. En realidad debería hablarse de una mini-Diada, pues conocido es el pinchazo que, año tras año, registra la otrora masiva manifestación separatista.
Puede que, algún día, Carles Puigdemont regrese a España. Y que vuelva a tener sus cinco minutos de gloria mediática y política. Pero poco más. Volviendo al barómetro de la Generalitat, la insatisfacción con la política es el principal problema de los catalanes, seguido del funcionamiento de la economía, el paro y la precariedad laboral. Las relaciones entre Cataluña y el resto de España no preocupan tanto. No despiertan pasiones. No generan revueltas callejeras. Y es lógico.
El último ciclo electoral y las tendencias electorales aseguran que la centralidad política en Cataluña está dominada ahora por el PSC, principalmente, y por ERC, que guste o no, optó por la moderación. Una decisión meritoria si se tiene en cuenta que Oriol Junqueras, su presidente, todavía tiene arranques procesistas que no gustan a un sector del partido y que compromete al presidente Pere Aragonès.
Junqueras y Puigdemont pertenecen al pasado, así lo dictaminaron los comicios locales. La sociedad catalana ha dado carpetazo a aquel desafío independentista que solo generó división y frustración. Es inútil que Puigdemont, Míriam Nogueras –la recreación mediante inteligencia artificial de Pedro Sánchez es algo patética--, Laura Borràs o el resto de integrantes de ese separatismo bizarro intenten convertir las elecciones generales en un nuevo plebiscito identitario. Los catalanes quieren saber si, con Pedro Sánchez o con Alberto Núñez Feijóo al frente del futuro Gobierno español, podrán llegar a fin de mes o si habrá regresión de derechos sociales en el caso de que Vox sea decisivo.
Puigdemont, desde su escaño europeo bien pagado a pesar de su eurofobia, Borràs y Nogueras, que han vivido del sueldo de diputadas del Congreso, siempre podrán decir que el director del CEO es una especie de Tezanos de ERC. Allá ellos con su autoengaño.