Quienes se escandalizan al ver los logos del Govern y del PSC en un documento o consideran que el despido de un humorista que banaliza el nazismo es consecuencia del asalto de los socialistas a TV3, aplican la misma lógica de Marta Ferrusola, la ex primera dama catalana que, tras la investidura de Pasqual Maragall, aseguró aquello de “nos han robado el gobierno”. Una afirmación que bien podría hacer suya Salvador Illa, ganador de las elecciones autonómicas de 2021, pero que no pudo gobernar debido a otro acuerdo tripartito, el formado por ERC, Junts y la CUP.
Quienes rechazan el pacto de presupuestos entre ERC y el PSC son animales heridos y por eso embisten contra todo disidente de ese procés requetemuerto, que solo reivindica un grupo de haters, muy activos y ruidosos, eso sí, que lo mismo atacan a una periodista por dar voz a víctimas de un diputado de Junts per Catalunya (JxCat) aficionado a gritar a las mujeres, que niegan legitimidad a Pere Aragonès y siguen adorando a Carles Puigdemont, el hombre que se fugó escondido en un maletero mientras dirigentes independentistas ingresaban en la cárcel. Eso sí que da risa. Porque lo de llamar nazis a los 652.858 votantes del PSC, o convertir el “puta España” en un latiguillo, no tiene nada de transgresor. Y mucho menos de original, pues fue el desaparecido Pepe Rubianes quien dijo aquello de “a mí la unidad de España me la suda”.
Fueron muchos los ofendidos y pocos quienes admitieron que las palabras del añorado humorista iban dirigidas a un discurso político, no a una identidad. No a los nyordos o a los colonos "involuntarios", segun el nuevo argot supremacista. Y guste o no a Joel Díaz, Jair Domínguez, Toni Albà o Toni Soler –perdón por mezclar estos nombres con el del genial Rubianes--, tan lícito es sentir orgullo de ser catalán, como de ser español, barcelonés o europeo. O las cuatro cosas a la vez. El sentimiento identitario es muy subjetivo y, como se ha visto durante estos 10 años, estéril cuando se maximaliza e invade la gestión del día a día en aras de una fantasía independentista que ha provocado fuga de empresas, inseguridad jurídica, inestabilidad política, fractura social y pobreza.
Sí, pobreza. Y retroceso en los pilares del Estado del bienestar: sanidad, educación y servicios sociales. Y fatiga, hartazgo y decepción, incluso en aquellos que creyeron que una Cataluña independiente era posible.
Díaz, Domínguez, Albà o Soler, obviamente, son los grandes damnificados del fin del procés. Vivieron muy bien, unos más que otros, bajo el cobijo de un independentismo ahora menguante, ahora crepuscular. A diferencia de otros grandes humoristas, como Ricky Gervais, cuyo humor siempre ha ido dirigido contra los poderosos, estos cómicos nostrats casi nunca mordieron la mano que les da de comer. Pero cuando llevas 10 años haciendo gags unilaterales es que, o no tienes talento o trabajas exclusivamente para quienes te pagan el sueldo. Es una lástima en el caso de Joel Díaz, porque la irrupción de su late show en TV3 rompió con el monopolio de las productoras que, hasta ese momento, trabajaban para la cadena catalana.
Una cadena donde, efectivamente, las cosas están cambiando. De forma lenta, sí, pero de forma natural. Porque la renovación de la Corporación Catalana de Medios Audiovisuales (CCMA) es fruto de un acuerdo que ya rompió bloques, al dar cabida al PSC, insistimos, ganador de las elecciones y primer grupo de la oposición. Y lo mismo ha pasado con los presupuestos de la Generalitat de 2023.
Por mucho que los fans de Puigdemont y JxCat bramen contra el pacto ERC-PSC –olvidando que mantienen un acuerdo en la Diputación de Barcelona con los socialistas--, lo cierto es que, por fin, hay desbloqueo. Hay avances significativos. Hay necesidad de cambio. Nadie ha dicho que esas nuevas alianzas políticas sean la panacea. Pero cuestionar la legitimidad de un pacto ERC-PSC o negar la posibilidad de que pueda haber renovación en TV3, es demofobia. “Nos han robado el Govern”, decía la esposa de Jordi Pujol. Ellos, que nos han robado a todos.