Lo más terrible, lo más dramático de esta nueva crisis de los socios del Govern es que a nadie le importa. A nadie interesa que Pere Aragonès marque perfil o que Junts per Catalunya (JxCat) se inmole por unos cuantos votos. Los catalanes, tras diez años de escaramuzas independentistas, pasan olímpicamente de elecciones, politiqueos y rencillas entre dirigentes a los que apenas conocen. Posiblemente ni sepan quién es el cesado Jordi Puigneró, número dos del Govern por accidente --la llamada a ocupar ese puesto era Elsa Artadi que, tal como están las cosas, fue muy hábil al quitarse de en medio--, aficionado a los nanosatélites y los agravios ferroviarios con el Estado. Y es más que posible que Laura Vilagrà sea una perfecta desconocida.
Por no hablar de los cargos que ejercen estos dos dirigentes, vicepresidente hasta la pasada noche el primero, y consejera de Presidencia la segunda. Cargos que responden no a una utilidad específica, sino al reparto de sillones que republicanos y neoconvergentes firmaron para dar continuidad a una alianza separatista. “Es el mandato del 52%”, decían ambas formaciones tras las elecciones del 14F, incluyendo en ese tramposo porcentaje a la CUP. “El mandato del 1-O”, añadían a continuación. Pues ni una cosa ni la otra.
Los antisistema se desmarcaron pronto de ese acuerdo, rechazando los Presupuestos de la Generalitat de 2022, mientras que JxCat, atrincherados ya en Palau, volvían a plantearse qué querían ser de mayores. En su enésima catarsis, los convergentes se debatían entre perpetuar la confrontación --Laura Borràs, Carles Puigdemont, Albert Batet…-- o dar paso a una nueva etapa más pragmática --Jordi Turull, Jaume Giró, Lourdes Ciuró…--.
El propio Puigneró, el enlace de los duros de Junts en el Govern, exigía manos libres para pactar con el PSC, es decir, para levantar cordones sanitarios. Iluminado sí, tonto no. Aunque no se le dan bien las conspiraciones y, anoche, fue el chivo expiatorio de una minicrisis de gobierno que Aragonès tenía in mente desde hace tiempo.
Pero todo esto, como decíamos al principio, no interesa a nadie. Estos tacticismos no garantizan que el ciudadano llegue a fin de mes, ni soluciones para mitigar la inflación, ni medidas para frenar la subida desbocada de la cesta de la compra, ni mejoras en el acceso a la vivienda, ni estrategia para evitar un apagón energético. De todo esto es de lo que se tenía que hablar en el Debate de Política General que se celebra cada año en el Parlament, a modo de debate sobre el estado de la nación nostrat, pero que, una vez más, ha sido eclipsado por las pugnas procesistas y su resistencia a reconocer que lo de la independencia fue una farsa, que no hay "acuerdo de claridad" ni "confrontación" que logre implementar la "república catalana". Que nadie, ni siquiera la Assemblea Nacional Catalana (ANC), tiene una hoja de ruta para llegar a Ítaca.
Y si desesperante es esta situación, resulta atroz que no tenga visos de cambiar. Porque está claro que la supervivencia política del secesionismo está por encima del bien común. Una alternativa de gobierno no solo es posible, sino urgente. Dejar atrás las veleidades independentistas y dar la oportunidad a otras opciones políticas es imprescindible. Este gobierno está agotado, una reflexión que ya se utilizó en la anterior legislatura cuando Quim Torra se resistía a convocar elecciones. Este Ejecutivo mal avenido y peor gestor no da más de sí. Pero el nacionalismo nunca ha casado bien con la generosidad que exige, no ya la situación de crisis que, de nuevo, nos toca vivir, sino la vocación de servicio público que dicen tener nuestros presidenciables.