Cuando trascendió que Laura Borràs iba a presidir una cumbre contra la corrupción en el Parlament, de inmediato me acordé de Maradona. En concreto, de aquel anuncio de principios de los años 80 en el que el astro argentino aparecía como imagen de una campaña de la Generalitat contra el consumo de estupefacientes.
“Haceme un favor: disfrutar de la vida. Si te ofrecen droga, simplemente di no”, decía el malogrado futbolista en una playa rodeado de niños.
Pero la hipocresía de Borràs supera con creces la de Maradona. Al menos, el 10 confesó años más tarde que consumió drogas por primera vez en Barcelona, con alrededor de 24 años, por lo que el spot debió rodarse antes de su estreno en ese submundo. Sin embargo, la dirigente independentista tiene los bemoles de asistir al cónclave anticorrupción inmediatamente después de que el TSJC se haya mostrado favorable a procesarla por prevaricación, fraude, falsedad documental y malversación.
La situación de Borràs es tan insostenible que incluso sus socios de ERC la han dejado colgada, a tenor de las declaraciones de algunos de sus líderes. Aunque ya veremos si no les tiemblan las piernas cuando tengan que votar en la mesa del Parlament (si se aplica el artículo 25.4 del reglamento, como sería lógico, al referirse a delitos vinculados a la corrupción) o en el pleno de la cámara autonómica (si se emplea el 25.1, como pretende la imputada, para tratar de limpiar su imagen, pues este apartado no habla de corrupción) una vez la apertura del juicio oral sea firme. La posición de los de Junqueras y Aragonès será fundamental.
En todo caso, me sorprende la honda preocupación que transmiten los dirigentes de los partidos constitucionalistas cuando exigen públicamente la dimisión de Borràs. Se les ve realmente angustiados por el hecho de que la presidenta de Junts se agarre como una lapa al sillón de la presidencia del Parlament. Y no deberían estarlo.
Al contrario de lo que argumentan, la presencia de Borràs al frente del legislativo autonómico ya no afecta al prestigio ni a la imagen de la cámara. El Parlament ha superado otras pruebas de estrés mucho más potentes que tener a una presunta prevaricadora, defraudadora, falsificadora y malversadora. La institución sobrevivirá. Y, aunque es cierto que la provisionalidad de la dirigente ultra marcará la agenda política y mediática, desviando la atención de lo importante, tampoco es que la cámara catalana dedique demasiados esfuerzos a mejorar la vida de los ciudadanos.
En cambio, la que sí queda manchada es la imagen del independentismo catalán en general. Todavía más, si cabe. Que una de sus principales líderes se haya dedicado durante años a trocear contratos públicos por valor de cientos de miles de euros para otorgárselos discretamente a un amigo suyo no deja al movimiento en muy buen lugar. Que ese amigo, además, haya sido condenado por tráfico de drogas –volvemos al principio del artículo– y falsificación de moneda, peor aún. Y que la tipa permanezca en uno de los cargos institucionales más relevantes a nivel autonómico por la negativa del nacionalismo a echarla, pues ya ni te cuento.
Así las cosas, yo casi prefiero que Borràs no dimita. Que siga donde está. A la vista de todos. Instalada en un ridículo permanente solo comparable al de Torra o Puigdemont. Embarrando día a día el secesionismo catalán. Suponiendo un problema ineludible para los suyos.
Me conformo con que no continúe en el cargo en marzo, para evitar que cumpla los dos años que le darían derecho a una suculenta pensión vitalicia cuando se jubile.
Que siga el espectáculo.