“La víctima de esa violación es mi hija”. No puedo ni imaginar el infierno vivido por el emisor de este mensaje, un hombre bueno que conozco desde hace tiempo, y sobre todo, por esa joven agredida por un amigo de la infancia. Un mensaje que recibí ayer muy temprano en relación a una información publicada por Crónica Global, que da cuenta de la condena judicial, y que impacta como un puñetazo en el estómago. Y efectivamente, qué diferente se ven las cosas cuando las sufre alguien cercano.
¿Qué pasa por la mente de un chico de 18 años que es capaz de forzar a una amiga a la que conoce desde hace años? ¿Qué información o desinformación sexual ha recibido durante su corta vida? ¿Sabía que cuando una chica dice no es no? Algo falla en esta sociedad cuando, en pleno siglo XXI, un joven cruza todos los límites y traiciona, veja y agrede a una compañera.
Una vez más, la educación se vuelve clave en la prevención de este tipo de conductas. Los motivos son complejos, sí, pero resulta indignante que, a día de hoy, haya partidos y colectivos sociales contrarios a que en las escuelas se imparta con normalidad educación sexual. ¿Cuál es la alternativa entonces de los menores? Obviamente, buscar información en internet, donde es fácil acceder a contenidos pornográficos.
Dicho de otra manera, algunos menores crecen convencidos de que la dominación es inherente a las relaciones sexuales. Del sometimiento a la violencia solo hay un paso. Todo ello bien merece un análisis profundo, pues según han advertido ya los expertos, es muy posible que algunos jóvenes ignoren todavía dónde están los límites de las relaciones consentidas. No se trata de censurar la pornografía, sino de evitar que la información que reciben menores y adolescentes sin experiencia solo vaya en una dirección, y no precisamente en la de una sexualidad sana.
De eso va precisamente la ley del PSOE que endurece la persecución del proxenetismo y a la que el Congreso ha dado luz verde, con voto dividido de los podemitas --En Comú Podem ha votado en contra-- y rechazo de ERC, CUP y Ciudadanos. La prostitución es la máxima expresión de un machismo, que considera el cuerpo de la mujer como una mercancía, como un objeto que, a cambio de dinero, se convierte en propiedad. Claro que también hay hombres que se dedican al comercio sexual, pero es innegable que la trata y el abuso afecta mayoritariamente a la mujer.
El abolicionismo supone acabar con la esclavitud sexual y la miseria que hay detrás. La prostitución no tiene nada de romántico. Puede que la señora Rius, conocida madame catalana, haya tenido sus cinco minutos de gloria mediática y literaria banalizando el comercio carnal que se ejercía en su casa del Eixample, según ella de forma voluntaria. Pero lo habitual es ver en calles y carreteras a mujeres explotadas por mafias.
Hay que aplaudir la iniciativa de la actual ministra de Transportes, Raquel Sánchez, quien impulsó una iniciativa pionera cuando era alcaldesa de Gavà (Barcelona) consistente en multar a los clientes, no a las prostitutas, y enviar a su casa la sanción. Sánchez lamentaba en una entrevista con este medio que la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, defendiera la regulación de la prostitución, que ella definía como una esclavitud. Prohibir la explotación sexual no es incompatible con ayudar a las mujeres a salir del horror. La nueva ley no pretende criminalizar a las mujeres, como dicen quienes rechazan el abolicionismo.
Al contrario. Persigue a quienes trafican con seres humanos, también con menores. Hay que lamentar que la pugna entre PSOE y Podemos impidiera que la abolición de la prostitución fuera incluida en la ley del “solo sí es sí”. Porque es de libertad sexual de lo que estamos hablando. Del derecho de la mujer a no ser explotada, a no ser vejada. Y a no tener que defenderse de forma heroica para que la justicia reconozca que ha sido violada.
No es no. También entre amigos y familiares pues, no hace tanto, un tribunal de Barcelona rebajó la condena a un hombre que violó a su esposa por entender que era menos traumático. Por eso es ejemplar la sentencia impuesta a ese joven que forzó a su amiga de la infancia.