La condena al Ayuntamiento de Barcelona por impedir a un Guardia Urbano utilizar el castellano durante las pruebas orales de promoción a sargento ha pasado desapercibida en la mayoría de los medios. Sin embargo, se trata de un asunto de la máxima gravedad.
La justicia ha dejado claro que el agente tenía derecho a elegir la lengua oficial que le diera la gana durante la entrevista, pero los miembros del tribunal examinador se pasaron ese derecho por el forro pese a que el guardia urbano lo reclamó explícitamente.
La cosa es más sangrante porque resulta que un miembro de UGT –que actuaba como observador sindical del proceso– fue testigo de lo ocurrido y no movió un solo dedo para intentar detener el atropello. Aunque, en realidad, no me extraña, pues la organización dirigida a nivel nacional por Pepe Álvarez (antes, Josep Maria Àlvarez) y a nivel catalán por Matías Carnero ha sido una de las más beligerantes contra el bilingüismo escolar, arremetiendo sin misericordia contra la impartición ordenada por la justicia de un miserable 25% de las clases en español.
La prueba se deberá repetir pero desde el sindicato CSIF –que sí han arropado al afectado– temen que el agente lo tendrá difícil para acceder al puesto de sargento, a pesar de que, hasta el momento de la entrevista, había obtenido un 8,6 y un 8,5 en los exámenes teórico y práctico, respectivamente, y ocupaba el puesto 23 del proceso de selección en el que participaban 130 aspirantes para 50 plazas.
Al parecer, al consistorio presidido por Ada Colau no le ha hecho ni pizca de gracia que la demoledora sentencia se haya filtrado a los medios. A la alcaldesa no le gusta que trascienda que el ayuntamiento atropella sistemáticamente los derechos lingüísticos de los castellanohablantes.
Pero puede que la cosa no quede ahí. El agente ya ha anunciado que estudia presentar una querella criminal contra el consistorio, contra la inspectora que le prohibió usar su lengua (M.C. de L.) y contra la psicóloga de la empresa GAP3 que la acompañaba (N.S.M.).
Recuerdo un caso similar muy muy cercano que viví hace varias décadas. A un profesor le prohibieron presentar en español una memoria para acceder a un puesto de catedrático de instituto. Al contrario que la mayoría –que cedió a las presiones–, decidió no renunciar a sus derechos y llevó a la Generalitat a los tribunales. Después de largos años de contencioso, ganó. Y, tras lograr la plaza con una nota destacada, la consejería tuvo que reconocerle su condición retroactivamente y asumir el plus económico que conllevaba el puesto desde el año en el que vulneraron su derecho. Un buen pellizco y un buen precedente para las siguientes generaciones.
Este episodio –y otros muchos semejantes– demuestra que la discriminación lingüística de los castellanohablantes sigue muy enraizada en las administraciones catalanas. Pero también evidencia la importancia de plantar cara al nacionalismo. Y de acudir a los tribunales cuantas veces sea necesario.
Queda mucho trabajo por hacer.