Continúa la anormalidad en la gestión de la pandemia, un proceder que se ha sostenido en el tiempo desde que apareció el primer caso del enigmático coronavirus SARS-CoV-2. Ya sea por la incapacidad de los gobernantes –que, en su mayoría, son malos malos– o porque ya les va bien un poco de ajetreo para meter miedo y controlar mejor a la ciudadanía, no hay día sin contradicciones en los mensajes que se envían a la población.
Hemos pasado del “aquí no tendremos más que dos o tres casos” al “ya lo sabíamos desde semanas antes de que estallara todo”. La lista de incongruencias es muy larga, aunque –por fortuna o por desgracia– los acontecimientos nos empujan a olvidar rápido y centrarnos en otras cuestiones, pero recordemos que, al principio, hasta nos negaban la utilidad de las mascarillas. Después llegaron las vacunas, y nos bombardeaban con que era preferible no mezclarlas; ahora resulta que es mejor si nos han pinchado una de Pfizer y otra de Moderna. Lo último tiene que ver con la variante ómicron: primero nos asustan; después dicen que es más leve que otras y, por último, que ya veremos lo que pasa. El galimatías es tremendo y es imposible sacar algo en claro, así que, una vez más, hay que apostarlo todo al sentido común, a la responsabilidad individual… y a la suerte.
En mitad de este caos, la sexta ola, que tenía que ser la más floja, resulta que es un tsunami devastador. Estamos “peor” que el año pasado por estas fechas, según define el Govern; se refiere al número de contagios, porque los hospitales, por ahora, aguantan. ¿Aguantan porque ómicron es más suave? ¿Aguantan por la vacunación?
Sea como fuere, a la Generalitat le han entrado las prisas por implementar las restricciones a unas horas de la Nochebuena –menos duras que hace un año, por cierto–. Las anunciaron apenas seis días después de negarlas, a pesar de que ya entonces sabían de la gravedad de la situación. Tal vez tienen remordimientos por haberse manifestado en contra de las familias que piden bilingüismo en la escuela 24 horas antes de comunicar el límite de reunión, el cierre de las discotecas y el toque de queda. O por haber permitido un concierto multitudinario de su Lluís Llach sin apenas medidas sanitarias.
O, tal vez, es que lo único que quieren es la confrontación con el Estado, porque, de nuevo, se utiliza la pandemia para cargar contra la Administración Sánchez y vender lo maravillosa que es Cataluña –con un mensaje subliminal de lo bien que iría si fuera independiente–, dado que desde la Moncloa no parecen muy beligerantes ahora mismo con las sentencias que acaban con la inmersión, así que hay que buscar otras vías de enfrentamiento. A todo esto, se demuestra que el pasaporte Covid no es muy eficaz, como se preveía y se reconoció, y que es una simple medida de presión para que todo el mundo se vacune.
Volvemos al inicio. Continúa la anormalidad en la gestión de la pandemia. Cada uno va por libre. A juzgar por la actitud de Pedro Sánchez, de pasividad total, sin prisa para afrontar medidas ante este tsunami, diríase que no es para tanto; entonces ¿para qué preocuparnos? En cambio, deprisa y corriendo, la Generalitat se sitúa en el extremo opuesto, aunque ya no se sabe qué porcentaje responde a la parte política y qué porcentaje tiene que ver con la salud de la población. A fin de cuentas, lo que parece claro es que, cuanto más mareados nos tengan, mejor. O, como diría M punto Rajoy, “cuanto peor, mejor para todos y cuanto peor para todos, mejor; mejor para mí el suyo beneficio político”. En todo caso, las actitudes de quienes nos gobiernan solo hacen que aumentar el descrédito de la clase política y alimentar el controvertido argumentario de Miguel Bosé.