La segunda Mercè en pandemia ha cumplido con las previsiones más nefastas en materia de seguridad ciudadana. Así lo reconocía este sábado el teniente de alcalde de Seguridad de Barcelona, Albert Batlle, quien pasaba revista a las consecuencias de más de 40.000 personas reunidas de madrugada en María Cristina. Lo que podría haber sido un encuentro masivo más para beber, como un San Juan más en la playa (que sí genera un trabajo extra para las brigadas de limpieza municipales), ha derivado en una batalla campal con 20 detenidos; 43 heridos, 13 de ellos por arma blanca; y una investigación abierta por una posible agresión sexual.
Las imágenes hablan por si solas y no se circunscriben únicamente a La Mercè. Se ha repetido en la UAB --no el chaval que se subió a una retroexcavadora pequeña borracho, eso encajará más en las gamberradas--, Tiana, Llinars del Vallès o la Seu d’Urgell. El propio consejero del Interior, Joan Ignasi Elena, admite que tienen un problema mayúsculo con el mal llamado fenómeno de los botellones, que derivan en episodios de violencia entre los asistentes y los agentes de seguridad.
Sin recaer en el cuñadismo ilustrado, muy común en la sociedad actual, ni Mossos d’Esquadra ni los cuerpos de seguridad local pueden hacer nada ante concentraciones de miles de personas. Para desalojar a 40.000 personas de María Cristina se requiere un dispositivo mayúsculo de antidisturbios, y eso implica más violencia. Como sociedad moderna, esta facultad está en manos de un cuerpo de profesionales que deben medir cuándo la usan y deben responder, incluso ante los tribunales, si se hace un uso de ella de forma abusiva. Por lo que mirar hacia otro lado, dejar pasar la noche y recoger los restos del desastre es, en ocasiones, la opción más sensata.
El problema de la madrugada del viernes es que hubo un apuñalamiento (sic) y los médicos del SEM llegaron acompañados del habitual dispositivo de Mossos d’Esquadra. La mera presencia de los agentes derivó en la batalla campal en el recinto de Montjuïc de Fira de Barcelona, pillajes en los comercios de la zona --la alcaldesa, Ada Colau, remarcó que eran establecimientos históricos, uno de ellos familiares, como un hecho diferencial a tener en cuenta-- y vandalismos varios. Entre ellos, la quema de vehículos que estaban aparcados en la zona.
Se trata de escenas que se repiten en una ciudad en que la seguridad ciudadana es una de las principales preocupaciones de sus vecinos. Los disturbios por el encarcelamiento del rapero Pablo Hasél también estuvieron marcados por los robos en las tiendas de lujo de paseo de Gràcia. Los residentes de la Vila Universitaria de Bellaterra denunciaron que les entraron en los pisos para sustraerles las carteras o los ordenadores portátiles con ellos dentro. Ahora, los comercios de Sants y Hostafrancs han vivido un episodio parecido en el que relatan que sintieron “miedo”.
La condena más enérgica es la respuesta inicial correcta. Pasado este momento, no debemos perder ni un minuto en analizar la situación y buscar una solución a la violencia que parece indisociable a una generación en que se le reconoce que ha vivido momentos muy duros desde el inicio de la pandemia. Sin que eso sea falso, en la ecuación también se debe destacar que el gran esfuerzo que han tenido que hacer es quedarse en casa y sociabilizar únicamente en redes sociales en una de las etapas vitales que más se necesita.
Ahora, se plantea la reapertura del ocio nocturno como una de las grandes panaceas para evitar que se repitan los macrobotellones violentos. Seguramente, evita que muchos vayan a las concentraciones, pero resulta naif pensar que la resolución del conflicto está en este detalle. Tanto, como negar que la mejora de la situación epidemiológica permitiría abrir un poco la mano en una de las actividades económicas más afectadas por el coronavirus.
Que las administraciones se pasen la patata caliente las unas a las otras sobre quién debe evitar que se den estos episodios de violencia hacen crecer aún más el problema. ¿Deberemos esperar mucho más para abrir el melón de las consecuencias al descredito a las autoridades? ¿De que el politiqueo y las gesticulaciones que han marcado la actualidad en España en los últimos años inciden en la irrupción de estos hechos? La realidad es que, ahora, si aparece un coche patrulla en un botellón los asistentes tiran piedras a los agentes en lugar de salir corriendo. Cambiar la situación implica entonar el mea culpa y un trabajo global. ¿Estamos preparados para ello?