En algunas zonas de España, en territorios en los que vive el 33,5% de la población, es posible heredar inmuebles sin pagar a Hacienda. Dicho así suena extraño, pero es absolutamente real. Se llama pacto sucesorio y lo suelen utilizar gentes con posibles y bien asesoradas, claro.
En las comunidades autónomas con un Código Civil propio --Galicia, Navarra, País Vasco, Aragón, Baleares y Cataluña-- existe esa figura, que permite a un heredero directo tomar una propiedad en vida del donante, venderla y pagar un máximo del 1% de la plusvalía. Ojo, sobre la ganancia que ellos establecen a su libre albedrío en la transmisión. El heredero puede igualar el precio de adquisición del inmueble y el precio de venta, de forma que desde el punto de vista fiscal el beneficio generado desde que su padre lo adquirió --quizá 40 años atrás-- no existe. Ese mecanismo había provocado suspicacias en la Agencia Tributaria, que pleiteó.
El Tribunal Supremo consagró la doctrina en 2016 a propósito de un caso originado en Galicia, siempre que el hijo agraciado renunciara a la legítima. La sentencia se hizo tendencia, de forma que solo en las Baleares, donde en 2014 se habían producido 30 casos de pacto sucesorio –eutanasia fiscal, según la jerga legalista--, siete años después se registraron 4.198.
El mes pasado se aprobó en las Cortes Generales la ley antifraude, que ya ha entrado en vigor, pero que a efectos del chollo fiscal comentado será de aplicación en 2022. El Gobierno tenía que incorporar a la legislación española la directiva comunitaria (de 2016) que trata de evitar que las multinacionales y las llamadas plataformas tecnológicas tributen en paraísos fiscales las ganancias obtenidas en países como España, por ejemplo. Y ha aprovechado para elaborar una ley ómnibus que incorpora cuestiones que la convierten casi en una reforma fiscal.
El pacto sucesorio de esos territorios no desaparece, pero se limita a operaciones en las que medie un mínimo de cinco años entre la toma de la herencia y la venta por parte del descendiente; o sea, cierta contención a la elusión fiscal y a la especulación inmobiliaria.
Luego, se incorpora lo que pretende ser un cálculo objetivo del valor de las propiedades: en adelante, será el catastro el que establezca un precio justo entre la rúbrica catastral y el valor de mercado. Es evidente que se trata de una fórmula para elevar la base imponible de las transacciones inmobiliarias --ventas, herencias-- y del impuesto de patrimonio. Los cálculos apuntan a una mejora de la recaudación de más de 800 millones de euros al año. Ese incremento no afectará a la imputación ficticia de renta que se atribuye por un inmueble en el IRPF de su propietario ni al pago del IBI; tampoco al cálculo de la plusvalía municipal.
La OCDE ha recomendado a sus países miembros (12 de los 36 que la integran no aplican el impuesto de sucesiones) que utilicen esta figura impositiva para moderar la acumulación de riqueza y para atenuar los efectos que las herencias tienen en el incremento de las desigualdades. De hecho, en sociedades como la española lo recibido de la familia constituye el 95% de la riqueza acumulada de la población, lo que dice muy poco a favor del progreso social en nuestro país.
Una cuestión distinta es que el Gobierno trate de desincentivar el atractivo del sector inmobiliario para los inversores, tanto particulares como profesionales. La citada ley antifraude incorpora un incremento de la tributación para las socimis, de manera que disminuye la rentabilidad de un tipo de sociedades que deberían haber facilitado el acceso a la vivienda gracias a la generalización del alquiler, algo que no ha ocurrido. Pero, quizá, si lo que se persigue es restar interés financiero a la vivienda porque es un derecho de los ciudadanos, lo primero que debe hacer el Estado --el Gobierno, que es su principal gestor-- es entrar en el mercado y preocuparse antes de aumentar la oferta que de reducir los beneficios de los promotores.