Mientras la política catalana mantiene su parálisis y se avanza a buen ritmo a hacia una repetición electoral o bien a otro acuerdo in extremis como el que propició que Artur Mas pasase el testigo a Carles Puigdemont en 2016 (con todos los éxitos que siguieron a ese cambio), entre otros escenarios, se mueven instituciones anquilosadas en el país. Tanto, como la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV).
A partir del lunes, las cotizadas dejarán de estar obligadas a presentar su información financiera trimestral. Las empresas que sí quieran publicitar sus resultados cada tres meses o publicar sus declaraciones intermedias de gestión podrán hacerlo de forma voluntaria. Se termina de este modo con la presión de demostrar que la buena marcha de una compañía implica beneficios de doble dígito en ciclos de tiempo muy breves.
Que se debe realizar un control resulta una cuestión capital. De hecho, si tenemos en cuenta los escándalos de los últimos años --desde Bankia a Gowex o QRenta-- mejorar los instrumentos de fiscalización de las cotizadas (y de las que no, aunque eso ya es otro debate) es una necesidad imperiosa. Pero el sistema de publicación de resultados trimestrales ya se ha probado que no resulta la mejor alternativa.
Primero, porque las contabilidades se disimulan. Tanto, que incluso pueden pasar por alto al auditor. Segundo, porque esta presión de presentar beneficios incluso en entornos de decrecimiento para evitar que los inversores castiguen la cotización resulta pernicioso para al accionista. Al final, se gestiona pensando en las ganancias a corto y no en garantizar que las empresas tengan viabilidad y generen negocio de valor a largo plazo. Y sin esto, cualquier país está abocado al desastre.
Conseguir este tipo de compañías se hace más necesario que nunca en el momento actual. Con la marcha de Nissan de Barcelona se ha abierto la caja de pandora. Los implicados en la mesa de reindustrialización de la factoría cada vez tienen más claro que el futuro de este polo industrial no pasa, precisamente, por la industria. Se convertirá en otro punto logístico, cosa que tiene lógica si se analiza el perfil de sociedades que ocupan actualmente la Zona Franca, los nuevos hábitos de consumo de los ciudadanos --con el avance que ha supuesto para el e-commerce la pandemia-- y la proximidad con la capital catalana. Pero esto tiene un coste laboral. De miles de personas, en este caso.
Garantizar que el tejido empresarial también sea industrial, que las compañías tengan un sentido a largo plazo y que su perfil no sea solo atractivo para el inversor que quiere multiplicar lo antes posible su capital debería ser una necesidad. Y si los gobiernos no están para estas cuestiones, bienvenidas sean las iniciativas paralelas. Al final, aportan más que restan a la sociedad.