El procesismo ha sacado gran partido de sus victorias pírricas. Es decir, que ha sabido ponerle épica a sus pequeños triunfos. Los ocho segundos que duró la declaración unilateral de independencia (DUI) es el paradigma de esos días históricos del independentismo catalán. Después vendrían informes sectoriales de la ONU sobre la “represión de los presos políticos”, el rechazo de la justicia belga a extraditar al exconsejeros Lluís Puig o, más recientemente, la "división" en la votación del Parlamento Europeo sobre la retirada de la inmunidad a Carles Puigdemont.
Una división, según explicaban juristas a Crónica Global, que entra dentro de la normalidad en los anales europarlamentarios, pero que ha vuelto a colocar al expresidente catalán en el foco mediatico y político. También le coloca en el limbo, pues el recurso presentado ante el Tribunal de Justicia de la UE (TJUE), así como la consulta del juez Pablo Llarena sobre las eurordenes, alarga el proceso judicial y limita los movimientos comunitarios del fugado.
Pese a ello, el de Waterloo ha formalizado su renuncia al escaño del Parlament --se presentó como cabeza de lista de Junts per Catalunya (JxCat) para “ayudar” a Laura Borràs-- para quedarse en Bélgica e internacionalizar el conflicto secesionista.
Los mentideros diplomáticos aseguran que Puigdemont podría trasladar su residencia a Suecia. Antes valoró hacerlo a Suiza, país que apoyó la independencia de Kosovo, es sede de importantes organismos internacionales, enclave financiero fuera de la Unión Europea y lugar de residencia de las también fugadas Anna Gabriel (CUP) y Marta Rovira (ERC).
Bélgica nunca ha ayudado demasiado a España en materia de extradición --la historia de ETA así lo demuestra--, no así otros países como Alemania, donde Puigdemont fue detenido. Es decir, que tras la pérdida de inmunidad, los bolos propagandísticos del fugado pueden resultar peligrosos. Y su tentación de mudarse a otro país, también.
Lo grave no es el limbo judicial en que se encuentra el líder de JxCat, sino el que sufre Cataluña debido a los desafíos independentistas de Puigdemont, que arrastran a ERC. Incapaces de soltar lastre de quienes han sido socios de gobierno desleales, los republicanos siguen apostando por una alianza con los neoconvergentes y la CUP. Los frutos de esas negociaciones se visualizarán mañana en la constitución del Parlament, pues todo apunta a que la presidencia de este órgano quedará en manos de JxCat y los cupaires tendrán una vicepresidencia. Eso condena a la Cámara catalana a convertirse en coladero de iniciativas rupturistas, tal ilegales como nocivas para la estabilidad social y económica de Cataluña. Quedará pendiente el reparto de cargos en el nuevo Govern, donde convivirán de nuevo dos formaciones que, al menos de cara a la galería, se odian mutuamente.
Todo ello se producirá en un momento clave para Cataluña, el de la recuperación, el de la gestión de los fondos europeos, el de la necesaria colaboración entre administraciones y entre los sectores público y privado. Pero el plante del Govern a Seat o el rechazo del presidenciable Pere Aragonès a escuchar el ¡basta ya! de los empresarios demuestran hasta qué punto, el secesionismo juega con el futuro de los catalanes. Salvar vidas durante la pandemia fue la prioridad y ahora toca enderezar la economía. Pero en ambos casos, la primacía del separatismo fue la confrontación y la propaganda identitaria. Del partido de Puigdemont era de esperar, pero en el caso del republicano, que parece sucumbir a esa estrategia, está resultando una gran decepción.