Barcelona en llamas. También violencia en Madrid, Valencia… Cataluña bloqueada después de unas elecciones que debían resolver la parálisis; España en una situación insólita: una parte del Gobierno vive más fuera que dentro del sistema. Un cantante malo excita las bajas pasiones de los jóvenes afectados por la fatiga pandémica y la crisis económica. No son antisistema, ni tampoco rebeldes veinteañeros. Asistimos a protestas y algaradas callejeras con bolso de Louis Vuitton, inflamaciones permanentes en las redes sociales, insultos como divisa, periodismo basura y espectáculo comunicativo acuartelado en la narración de todo ello. Adoquines que vuelan; allanamiento de comercios de lujo; contenedores que se funden en un fuego impune; un país, una generación, una sociedad, que no encuentra horizontes y, en vez de explorarlos, hace bullir su cansancio; una expresión de doble moral y hastío general que definió con meridiana precisión José Antonio Bueno esta pasada semana en Crónica Global. Hijos de la ira es la más certera reflexión que se ha publicado en los últimos días en España. La generación del cuñadismo viene a ser esto.
Resulta triste que desde que comenzó el siglo XXI ningún partido político, en tanto que depositarios del encargo democrático de resolver problemas, sea capaz de pactar. No un acuerdo sobre el reparto del poder --eso algunos lo hacen con eficiencia y diligencia-- sino sobre el bienestar colectivo de los ciudadanos. Pactos de mínima convivencia y civismo que faciliten el disfrute de unos medios públicos de comunicación que no sean altavoces o instrumentos de burda propaganda gubernamental; un poder judicial que resulte representativo de las diferentes sensibilidades ideológicas del país; unas leyes educativas que no sean el hazmerreír de la alternancia de gobiernos; un respeto suficiente a las instituciones comunes (sean la jefatura del Estado, el Ministerio Público, las administraciones autonómicas, las cámaras legislativas…); un sistema de previsión social con unas pensiones que no sean arma arrojadiza y resulten sostenibles; unas políticas económicas que se centren en el paro juvenil, el cambio de modelo productivo… en fin, cualquier cosa menos el revanchismo guerracivilista imperante, esa especie de pecado capital con el que nos han condenado a existir.
Es una lástima que el inicio del 2021 tenga estos mimbres. La pandemia que precipitó tantas evoluciones acabará abandonando nuestra vida en algún momento, pero el cuñadismo caníbal seguirá. ¿Cómo hacerle frente? El secreto está en procurar consensos donde siempre los hubo, en las zonas templadas de cada generación. Allí pactaron nuestros mayores una salida ordenada de la dictadura para alumbrar una democracia tan imperfecta como ilusionante. Allí se sacó al país de la decadencia económica con unos Pactos de la Moncloa de gran utilidad y que no solo llenaron de pintadas mis recuerdos de infancia, también me permitieron descubrir que el anarquismo era el mayor destructor de mobiliario público de la historia. Cuánto se echan en falta los líderes y dirigentes de aquella época y, sobre todo, el compromiso de cada uno de ellos con el proyecto que defendían. Su inversión en el centro moral, político y económico ha tenido una rentabilidad indiscutible en términos de bienestar. Impensable comparar sin herir entre cualquiera de los rectores de la España del siglo XXI y sus antecesores. Por si fuera insuficiente todo ello se ha instalado el falso debate de que lo que para una parte de los españoles vivos es una consecución democrática de primer orden, para otra facción es una democracia imperfecta y repleta de déficits a la que conviene sacudir sin saber en qué dirección.
La mayoría de la sociedad, sin embargo, no es partícipe de la radicalidad instalada en la política, ni del extremismo social que la acompaña. Ni es de Vox, Podemos o la CUP, ni tampoco es antisistema o anticapitalista, ni xenófoba, ultra católica y nacionalista rancia. Conviene oponerse a algunas proclamas que se extienden por doquier, como la estulticia de las letras de Pablo Hasel. Lo cantaba Raimon en nombre de la libertad hace muchos años: Diguem no, nosaltres no som d’eixe món. Nos conviene.
El cuñadismo político ha dado pie a cuestionar casi todos los consensos que se construyeron antaño no sin dificultades. Normalizamos una reivindicación constante de derechos, pero exentos de obligaciones; vivimos en el rellano de la justificación de cualquier actitud por favorecer libertades individuales frente a las colectivas y, por si fuera poco, hemos alumbrado la generación más preparada y menos tolerante de cuantas han poblado nuestro espacio en las últimas décadas. No, la algarada callejera de las últimas horas no es solo rebeldía ni una versión actualizada del punk de los 70. La intolerancia que nos invade no deja de constituir también una nueva forma implícita de totalitarismo y un fenómeno que está en la génesis y en las consecuencias de los fanatismos políticos que habíamos creído superar.
Por fortuna, la mayoría no som d’eixe món. Sí, pero como nos descuidemos, no habrá otro mundo en el que habitar.