Las últimas (por ahora) incendiarias declaraciones del vicepresidente segundo del Gobierno de España se refieren a la defectuosa calidad de la democracia en España, en línea con las críticas que se suelen hacer desde el independentismo catalán o vasco, en la que se equipara a España con Turquía, Marruecos o cualquier otro país no precisamente conocido por su impecable trayectoria democrática. El viepresidente segundo es, como buen populista, alérgico a la evidencia empírica que contradiga sus intuiciones o sus intuiciones. Pero la evidencia disponible sitúa a España como una de las pocas democracias plenas del mundo, si bien es cierto que en el reciente índice de la prestigiosa revista The Economist España desciende del puesto 18 al 22, aunque manteniendo una nota bastante similar a la de otros años (8,12 puntos sobre 10). En otros índices con esas mismas características la posición suele ser similar. Para hacerse una idea, Noruega que es la mejor democracia del mundo según esta clasificación tiene un 9,81 sobre 10 y los países con menos de 8 puntos son considerados democracias imperfectas o no plenas, estando entre ellas Estados Unidos, Italia o Francia. En cuanto a Turquía o Marruecos son considerados regímenes híbridos, es decir, ni siquiera democracias imperfectas. Dicho de otra forma, para The Economist y para otros índices internacionales Franquistán o Españistán se parece mucho, en cuanto a calidad democrática, a Alemania y al Reino Unido.
Dicho lo anterior, se puede coincidir con el Vicepresidente en algo: la democracia en España puede y debe mejorar. Entre otras cosas, porque una democracia perfecta no existe, ni siquiera Noruega lo es. Como tantas otras cosas, la democracia representativa liberal es un ideal aspiracional; la realidad siempre se queda por debajo. Pero lo importante, para los políticos y para los ciudadanos, es la voluntad de acercarse lo más posible a ese modelo ideal. Y sinceramente, si atendemos a los hechos y no a las palabras --algo que recomiendo vivamente-- ni los separatistas ni el vicepresidente Iglesias parecen estar muy empeñados en mejorar la calidad democrática española, más bien al contrario.
Empecemos por lo obvio: el respeto al Estado de Derecho y a la ley, que en una democracia no es un capricho del líder supremo o del caudillo de turno, sino expresión de la voluntad general encarnada en el Parlamento en el que reside la soberanía popular. Cuando los líderes independentistas un día sí y otro también manifiestan su desprecio por la ley y su convencimiento de estar por encima de ella están encarnando el populismo iliberal propio de Kaczyński, en Polonia o de Orban en Hungría. Cuando alientan teorías conspiratorias y denuncian como “fake news” cualquier información que no les gusta, están emulando a Trump. Cuando intentan acabar con la separación de poderes hacen lo mismo que Bolsonaro. Cuando acaban o pretenden acabar con la neutralidad institucional y controlar los medios de comunicación se diferencian bien poco de Erdogan. Y podríamos seguir y seguir.
Por eso me temo que las declaraciones incendiarias de Pablo Iglesias sobre presos políticos o sobre mala calidad de la democracia española no son el producto de un cálculo electoral, como ha sugerido piadosamente alguna ministra, sino que son el producto de una visión profundamente iliberal de la democracia, tampoco tan sorprendente desde su posición ideológica. Es una visión en la que el fin justifica los medios y en la que se pretende que la sociedad plural actualmente existente se amolde, utilizando todas las herramientas que sea preciso, a una ideal república en la que solo haya una forma de ser catalán o español, o polaco, o húngaro o americano aceptable. Una auténtica amenaza para los que defendemos una sociedad abierta, plural, inclusiva y la convivencia fructífera de todas nuestras identidades.
Por eso, para los que sí estamos interesados de verdad en mejorar la calidad de la democracia española el camino es muy distinto. Pasa por la crítica de lo que funciona mal, faltaría más, ya se trate de la corrupción en la financiación de los partidos políticos o de los problemas de la libertad de expresión o de la politización de la Justicia o de las instituciones. Pero sobre todo pasa porque la crítica sea coherente, sea responsable, sea ética y sea constructiva. En definitiva, necesitamos políticos que de verdad quieran subir de nuestra nota actual de 8, 12 a la más alta posible. Sinceramente, no parece que ni el vicepresidente ni los líderes independentistas tengan el menor interés en ello.