Sostiene la consejera de Presidencia y portavoz del Govern, Meritxell Budó, que el resultado del 14F “ha dejado un mensaje claro, tanto a Madrid como a Bruselas”. Budó, que sigue confundiendo el atril de la institución que representa con su activismo político, tiene razón. Pero solo en esa primera parte del enunciado, pues la candidata de Junts per Catalunya (JxCat) se refiere al supuesto 50% de votos logrado por los independentistas cuando, en realidad, lo que las urnas han revelado es una gran mayoría de izquierdas. Que no incluyen precisamente a su formación política, por mucho que Laura Borràs, se erija en parapeto, tanto simbólico como real --memorable foto de un cartel de campaña de la candidata utilizado como escudo de un antisistema--, de quienes quemaron Barcelona para protestar por el encarcelamiento del rapero Pablo Hasél.
Si algo demuestran las elecciones del pasado domingo es la mayoría en escaños (83) y votos (1.640.178) que ha logrado el bloque de la izquierda formado por PSC, ERC, En Comú Podem y CUP. En cambio, las formaciones independentistas, esto es, ERC, JxCat y CUP, suman 74 diputados y 987.320 votos. A partir de ahí, que cada uno saque sus propias conclusiones. Empezando por Esquerra y los cupaires, que deben decidir si son más secesionistas que de izquierdas. En eso están, dado que las formaciones ganadoras ya han abierto el proceso de negociación. Salvador Illa con menos margen que Pere Aragonès. O al menos eso es lo que marcan los vetos cruzados marcados durante la campaña.
Pero ya no estamos en época de exaltación propagandística y de tacticismos preelectorales. La ciudadanía ha hablado. Y no lo ha hecho solo a través del voto, sino de la alta abstención. Hartazgo por las broncas entre dirigentes políticos, descontento por la gestión de la pandemia y un convencimiento de que el procés está muerto y, por tanto, ya no eran unos comicios determinantes, son algunas de las claves de la baja participación. De todo ello solo cabe una conclusión: hay que pasar página de los enfrentamientos, de las políticas divisivas y, sobre todo, de los supremacismos identitarios, y ponerse a trabajar. Menos mambo, como diría la CUP, y más reconstrucción económica y social. Un cambio de rumbo, en definitiva. Así lo piden patronales y sindicatos. Y ahí no hay veto que valga.
ERC no debería excluir de sus negociaciones al PSC, y a los socialistas quizá les convendría flexibilizar su postura contra los republicanos. La firma del independentismo contra Illa fue tan antidemocrática como la rúbrica ante notario de Artur Mas contra el PP o el Pacto del Tinell del tripartito de izquierdas también contra los populares. Pero pasado el fragor de la batalla electoralista, se impone la sensatez y, sobre todo, la valentía para cumplir con los compromisos. Estos son, en el caso de Aragonès, el del diálogo, la gestión y la política social --¿cómo hemos llegado a la terrible cifra del 21% de alumnos catalanes en situación de pobreza?--, y en el de Illa, la superación de los bloques y la reconciliación.
Es la hora, por tanto, de abandonar el maximalismo y la tentación de bloquear la investidura en aras a una repetición electoral, muy arriesgada para todos los partidos y que, sobre todo, añadiría más inestabilidad.
Los hay que han vivido muy bien a favor y en contra del procesismo. Pero eso no se ha traducido en un gran despegue electoral, más allá de la irrupción de Vox como cuarta fuerza en el Parlament. Explicar el auge de la ultraderecha en Cataluña es complejo. Plataforma per Catalunya sentó las bases y, tras la crisis económica y sanitaria provocada por el Covid, con el consiguiente aumento de las desigualdades, es lógico que el partido de Ignacio Garriga fuera la opción preferida del voto de castigo.
El 14F ha dejado, vista para sentencia, una forma de hacer política, rupturista y excluyente, que nada ha aportado al ciudadano. Ahora toca que el veredicto de la ciudadanía se traduzca en un buen gobierno, estable y responsable. ERC sabe que, con JxCat como socios, eso es imposible.