“La pobreza mata”, rezaba una pancarta sostenida por manifestantes ante el Parlament. Pero eso, claro está, distraía de lo importante, que es lograr la independencia. Como las listas de espera en la sanidad. Ese es el argumento que, ayer, como hoy, utiliza Junts per Catalunya (JxCat).

Ni el retorno de las protestas por el cierre de empresas --hacía tiempo que no se veía en la Cámara catalana la imagen de trabajadores afectados por un Expediente de Regulación de Empleo (ERE) asistiendo a un debate político— ni la caótica gestión de la renta garantizada de ciudadanía (RGC), a la que aspiran miles de catalanes en situación de riesgo de exclusión social, han formado parte de la agenda de prioridades de esa derecha catalana que ahora asegura ser de izquierdas, sin que haya dado ni la más mínima pista sobre su ideario educativo, fiscal, sanitario o social. Sencillamente, porque no lo tiene.

Eso sí, lecciones de legitimidad reparten a espuertas. Ahora, con el inestimable apoyo de TV3, señalan el transfuguismo de Lorena Roldán y Eva Parera por incorporarse a la lista electoral del PP. Pero JxCat tiene en sus filas a Demòcrates, un partido que dejó UDC para crear Hereus UDC y dar apoyo a Artur Mas en las elecciones de 2015, para luego presentarse en los comicios de 2017 junto a ERC, con Primàries en las municipales de 2019 y ahora con JxCat. Ellos lo llaman transversalidad. Aunque se les fue la mano porque, en un alarde de democracia interna, han dado cabida en sus candidaturas a todo tipo de activistas cuyo único mérito es sembrar el odio en las redes sociales –Albert Donaire, Mark Serra…--, relegando a quienes también fueron tránsfugas, como Ferran Mascarell, procedente del PSC. Ahora se arrepienten y no saben cómo quitárselos de encima.

Del “govern dels millors” que decía Artur Mas, el arrepentido, se ha pasado a la banalización de la política hasta el punto de ver a una consejera de Presidencia utilizar la pobreza infantil para hacer propaganda independentista. Lejos de ser una anécdota, que Meritxell Budó se presentara en una campaña de recogida de juguetes con una urna del 1-O demuestra hasta qué punto puede llegar el delirio del independentismo dirigido desde Waterloo.

Las encuestas de intención de voto no son buenas para el nuevo partido de Carles Puigdemont, pero la abstención es, hoy por hoy, la gran amenaza del cambio en las elecciones del 14F. Si es que finalmente se celebran. Hasta ahora había sido el fugado el principal interesado en demorar la cita electoral, pero es ERC la que parece encomendarse a un aplazamiento. Obviamente, todo depende de la evolución de la pandemia. Pero las advertencias republicanas sobre esa posibilidad han coincidido con el despegue del PSC en los sondeos y el relevo de Miquel Iceta por Salvador Illa. Y, sobre todo, por esa moral de victoria exhibida por los socialistas, sin precedentes en el espacio no independentista de los últimos años.

ERC tuvo muchas oportunidades de romper con sus desleales socios de JxCat, deseosos de que Pere Aragonès fracasara en su empeño de presentar un buen historial de gestión el 14F. No lo ha logrado. Demasiados errores ante una crisis sanitaria acentuada, justo es decirlo, por los recortes aplicados por el gobierno de Mas, los más grandes de Europa. Tapar ese tijeretazo, así como los casos de corrupción de Convergència, exigía una catarsis y de ahí nació PDECat primero y, a modo de escisión, JxCat, en una especie de transfuguismo interior mucho más engañoso que el que se echa en cara a otras candidatas.

Convergència, a diferencia de UDC, nunca tuvo ideología. Siempre practicó un liberalismo acomplejado, impregnado de conservadurismo, de patriotismo de campanario inconfeso. Poco o nada ha cambiado desde entonces. El mismo año en que Mas –tercera mención, su sombra es alargada, está claro— se echaba al monte independentista, 2012, acababa de pactar los presupuestos de la Generalitat con el PP nada menos que en dos ocasiones. A cambio, CDC apoyó la reforma laboral del Gobierno de Mariano Rajoy. Ocho años después, JxCat se presenta como una formación de izquierdas cuyo modelo de país, aseguró, no encaja con el modelo fiscal pactado entre ERC y los comuns.

En definitiva, que a estas alturas nadie sabe qué es JxCat y si asistiremos a su enésima catarsis. Y si existe la posibilidad, por pequeña que sea, de que ERC vuelva a pactar con Puigdemont, salir a votar –si el Covid nos deja— se vuelve más necesario que nunca.