Es lo que tiene repetir consignas políticas. Que la realidad --y la maldita hemeroteca-- tumba los mantras, en este caso identitarios. En pleno contexto preelectoral, ERC y Junts per Catalunya (JxCat) se ven obligadas a aplaudir la absolución del mayor Josep Lluís Trapero y la cúpula de los Mossos d’Esquadra, hasta ahí lógico, para luego asegurar que es contradictoria con la condena de los dirigentes independentistas del Tribunal Supremo.

“A ellos les absuelven y a su consejero le condenan a 10 años de prisión. Enésima demostración de la enorme injusticia que cometió el Supremo”, reflexionaba ayer el presidente del Parlament, Roger Torrent. El mismo que, hace varias semanas, y en referencia a la pretensión del expresidente Quim Torra de cesar al secretario de la Cámara Catalana, Xavier Muro, por negarse a publicar íntegramente una resolución sobre la monarquía, aseguraba que “nunca obligaré a los trabajadores a asumir las consecuencias de las decisiones políticas”.

La absolución de Trapero también distingue entre ese ámbito funcionarial, que cumple órdenes, de la esfera política, que toma decisiones. No hay contradicción, por tanto, entre la condena del Supremo, que afectó a cargos políticos y activistas decididos a implantar la república catalana de forma unilateral, obviando leyes y resoluciones de sus propias instituciones --letrados del Parlament, Consejo de Garantías Estatutarias…-- y la absolución de una cúpula policial que, según el tribunal, no se alineó con el proyecto secesionista.

La opinión es libre, la subjetividad mucho más. Pero la Audiencia Nacional no invalida para nada aquella condena del Supremo ni refuerza, como dicen los independentistas, la vía del indulto o de la amnistía. Con sus discrepancias internas --un juez conservador y otro progresista alineados con la absolución, frente a un prolijo voto particular de la presidenta de la sala, también conservadora--, el fallo de Trapero demuestra que aunque los jueces tengan ideología, ello no supone un automatismo a la hora de resolver casos. 

Nunca sabremos cómo se hubiera valorado la actuación de los Mossos si Guardia Civil y Policía Nacional no hubieran intervenido a media mañana en los colegios electorales. Tampoco hemos sabido hasta ahora quién dio la orden a esos cuerpos de cargar contra los votantes. Cargas que acentuaron la imagen de perfil bajo de los Mossos a la hora de impedir la votación, pero que la Audiencia Nacional no relaciona con el delito de sedición imputado por la Fiscalía.

Trapero, se ha dicho en repetidas ocasiones, se dejó llevar por la erótica del poder. Coqueteó con la política en aquella famosa paella en Cadaqués, guitarra en mano, traicioneramente divulgada en las redes sociales por la tertuliana oficial del secesionismo, Pilar Rahola. Pero, tal como ha escrito Carles Puigdemont con bastante desdén --posiblemente provocado por la predisposición del mando policial ahora absuelto a detenerle--, Trapero no es independentista. “No es de los nuestros”, le ha faltado decir al expresidente, de ahí la resistencia del Junts per Catalunya --al frente de la Consejería de Interior-- a restituir a Trapero como jefe de los Mossos --si es que él lo acepta--.

Lo de blindar a los funcionarios de decisiones políticas parece que no entra en los esquemas mentales del fugado, quien recientemente volvía a pedir “sacrificios” a los trabajadores públicos para implementar la república.

Según la sentencia, Trapero, estemos de acuerdo o no, rechazó ese sacrificio. Y también convertir su juicio en un espectáculo mediático. En ello ha tenido mucho que ver su abogada, Olga Tubau, excelente profesional poco mediática, pero eficaz como se ha visto. Tubau ha demostrado, a diferencia de otros letrados con ínfulas de popstar como Gonzalo Boye, que la pasión en el ejercicio de la defensa es compatible con el respeto a los estamentos judiciales. Que sus lágrimas al final de la vista oral, comprensibles, estaban cargadas de dignidad. Que la contundencia en los argumentos no requieren de mítines políticos.