La imagen internacional de Barcelona está muy ligada al deporte: los Juegos Olímpicos de 1992, el Barça de Messi… No obstante, cuando alguien de cualquier lugar del mundo piensa en la ciudad mediterránea le viene a la cabeza, sin lugar a dudas, el templo expiatorio de la Sagrada Família. Es el símbolo de la urbe (con el permiso de otras construcciones, arterias y de tantos genios surgidos de sus calles). Sus imponentes torres, la mezcla de estilos, su colorido interior y el hecho de que siga inacabada casi 140 años después del inicio de las obras la convierten en un atractivo turístico sin parangón.
Esta sublimidad contrasta, sin embargo, con la decadencia del barrio al que da nombre, y que sirve como muestra del retroceso de la ciudad (tanto por la política autonómica como por las políticas municipales). La pandemia —por la falta de visitantes— no hará sino empeorar la percepción de una zona entregada a los negocios para turistas, donde cada vez hay menos vecinos y las tiendas de suvenires ocupan los vacíos que dejan los comercios de toda la vida. Sagrada Família está perdiendo su personalidad, su historia; la está entregando al capital, con el riesgo que ello conlleva.
El descontrolado virus, con todo, no deja de ser una anécdota más para un barrio que le debe tanto al templo de Gaudí y que, a su vez, es el origen de algunos de sus males. Basta con dar una vuelta por los aledaños de la Sagrada Família, en especial por las calles Mallorca, València, Aragó y Diagonal (y sus perpendiculares). Edificios antiguos, vetustos, con desconchones, sin pintar ni arreglar, fachadas con mallas de protección para evitar la caída de cascotes. Llevan así demasiado tiempo. ¿El motivo? La constante amenaza de expropiación para abrir la basílica hacia el mar.
Este asunto lleva muchos años sobre la mesa, y son varios los gobiernos municipales, de distintos colores, los que le han dado un patadón hacia delante. Lo único cierto es que la entrada principal (todavía en construcción) a la Sagrada Família, en calle Mallorca, quedará muy deslucida en la situación urbanística actual. A partir de aquí, está por ver si se abren una gran escalinata y unos jardines que llegarían hasta Diagonal (lo que implicaría la expropiación y el derribo de varias manzanas), se hace algún apaño (y hay varios proyectos para ello) para tirar las menos casas posibles, o se queda todo tal y como está (que es como creo que será, visto también el contexto de crisis). Pero esta incertidumbre trae de cabeza a los propietarios.
¿Quién va a invertir en una reforma (salvo que el edificio amenace con venirse abajo) sin saber si se lo van a expropiar en unos años? Todo ello implica, por ejemplo, dificultades para alquilar los pisos de la zona para el largo plazo, y necesariamente repercute en el precio de esos alquileres, porque estas fincas quedan antiguas. Asimismo, también ponen muy difícil la venta de los inmuebles, por lo que los propietarios se encuentran con unos tesoros que no pueden tocar. Ahí entran en acción los fondos de inversión, los únicos con músculo para adquirir estas propiedades (a buen precio por las circunstancias comentadas), reformarlas y explotarlas, ya sea como vivienda habitual o como pisos turísticos.
¿Qué está haciendo Ada Colau en todo este asunto? Lo mismo que sus antecesores: desplazar el problema hacia delante. Sorprende su caso, porque digamos que no es muy amiga ni del turismo ni de los grandes tenedores de pisos. Tampoco de los hoteles. Ni de la gente en general. Paradojas de la vida, parece que la alcaldesa, la misma que se marcha de la ciudad por la verbena de Sant Joan, se convierte con su inacción en cómplice de estos fondos; del modelo de urbe que detesta. Y la decadencia del barrio de la Sagrada Família es el reflejo de lo que le está pasando a toda la ciudad.