Estos días atrás, algunos diarios publicaron vídeos de organizaciones de inmigrantes que explicaban a sus asociados cómo podrían acogerse al ingreso mínimo vital (IMV) que acababa de aprobar, o estaba a punto, el Gobierno español. Vox también lo hizo, eligiendo una grabación en árabe para insinuar que el efecto llamada más indeseable ya se había producido.
Una vez publicado en el BOE, han sido muchísimos los medios y las televisiones que han difundido tutoriales sobre cómo solicitar la ayuda pública sin la demagogia a la que se habían entregado los de la primicia despreciando el hecho inapelable de que más del 40% de los hijos de inmigrantes están en riesgo de pobreza severa, una tasa que dobla sobradamente a la de los hijos de españoles.
Con la entrada en vigor del IMV, el Gobierno se suma a una política de justicia social que se aplica en otros países donde funciona el Estado del bienestar. Además, es un paso necesario para no dejar atrás a capas sociales desfavorecidas que podrían convertirse en el futuro en una retaguardia delicada como una bomba de relojería a la espera de un detonante. La sociedad puede soportar distintas velocidades entre sus clases, pero quizá no con tanta diferencia como la que ha acentuado la última crisis: empleados con sueldos bajos, pobreza no reflejada en las listas del paro, apenas con capacidad para consumir los productos baratos procedentes de la deslocalización, fragilidad enorme.
La gran pregunta que se hace la gente sensata es si lo podremos pagar; si España, que tiene una gran deuda y no cumple los criterios de déficit ni para atrás, podrá soportarlo. El Gobierno calcula que costará unos 3.000 millones de euros anuales. Decir que la cifra supone el 10% de la cantidad que Hacienda deja de ingresar por la economía sumergida sería demagógico, así que no lo haré. Pero, aun siendo una cantidad enorme, es asumible sobre todo si se administra bien y si las comunidades autónomas --que deberían encargarse del asunto, no solo las del País Vasco y Navarra-- se implican para hacerlas compatibles con sus propias ayudas.
La otra gran cuestión es el abuso de la inmigración. Es normal que los ciudadanos más pobres miren con recelo las ayudas a los últimos que han llegado si se consideran discriminados. Un prejuicio que solo se puede combatir con la transparencia de las administraciones. Sería deseable que los medios de comunicación sensacionalistas contribuyeran olvidando la kale borroka amarilla que anima los instintos más bajos, pero no hay que hacerse ilusiones.
El tercer interrogante que plantea esta ayuda casi universal es si con ella se desmotiva la búsqueda de empleo. Probablemente el más importante. Los estudios desarrollados en países donde ya funcionan medidas similares inducen a pensar que, en efecto, sus beneficiarios encuentran menos salidas laborales que el resto de la población. Pero también es verdad que sin el IMV de turno sus destinatarios objetivos ya son menos afortunados en la búsqueda de trabajo por su nivel de preparación, porque están más castigados por el paro de larga duración, etcétera. O sea, que globalmente se puede entender que no desincentiva, que es neutra.
Pero hay un aspecto de esos análisis que tiene un interés especial para España. Los subdisiados tienden a encontrar empleos a tiempo parcial en una proporción muy superior a la media: trabajos mal pagados, pero compatibles y compensados con la ayuda pública. Y eso, aquí, es auténtica nitroglicerina, porque hay sectores especializados en ese modelo de contratación fraudulenta: medias jornadas, cuando en realidad superan las ocho horas del convenio.
Ahí es donde deberá emplearse a fondo la Inspección de Trabajo: evitar que entre todos los españoles ampliemos el paraguas del Estado del bienestar y que, a la vez, sirva para ensanchar el fraude en lugar de perseguirlo y castigarlo. Sería un desastre.