La sentencia del Tribunal Supremo conocida este lunes que certifica la prohibición de instalar banderas no oficiales en los edificios y espacios públicos tiene una trascendencia capital. Aunque muchos medios no le hayan dado demasiada relevancia, la decisión del alto tribunal es un hito que tendrá repercusiones muy significativas en la vida política de algunas comunidades, fundamentalmente en Cataluña. Y supone un avance sin precedentes para la democracia española.
A diferencia de otras ocasiones, en este caso el Supremo ha sido contundente, inequívoco e implacable en su argumentación: “Se fija como doctrina que no resulta compatible con el marco constitucional y legal vigente, y en particular, con el deber de objetividad y neutralidad de las administraciones públicas la utilización, incluso ocasional, de banderas no oficiales en el exterior de los edificios y espacios públicos, aun cuando las mismas no sustituyan, sino que concurran, con la bandera de España y las demás legal o estatutariamente instituidas”.
Esta frase de la sentencia no puede ser más diáfana. Por una parte, el tribunal deja claro que las administraciones públicas no pueden utilizar banderas no oficiales. Y especifica que esa prohibición no solo es aplicable a las fachadas de los edificios, sino que tampoco se pueden emplear en los espacios públicos. Esto tumba la trampa que muchos ayuntamientos catalanes controlados por nacionalistas vienen haciendo y que consiste en colocar un mástil separado unos metros del edificio consistorial y en el que izan la estelada.
Por otra parte, desmonta la excusa utilizada por el independentismo en el sentido de que, mientras estén las enseñas oficiales, también se puede colocar una estelada. No. Que los símbolos no oficiales concurran con los oficiales no es cumplir la ley.
Además, desarticula la triquiñuela alegada también por los nacionalistas de que la exhibición de la estelada es una cuestión temporal. El Supremo es cristalino, la utilización ocasional de distintivos no oficiales vulnera el ordenamiento jurídico.
Y, finalmente, aclara cualquier duda que pudiese haber en este ámbito y determina que este criterio marca la doctrina jurídica en adelante.
Breve, conciso, explícito y preciso. No está mal para un tribunal que, en no pocas ocasiones, se extiende con argumentos alambicados de los que los nacionalistas extraen alguna frase que --fuera de contexto-- tratan de utilizar a su favor, tergiversándola y dándole un significado contrario al que pretende la sentencia. Esta vez no hay vuelta de hoja.
Los razonamientos del Supremo son de una simplicidad que sonrojan: las administraciones públicas tiene un “deber de objetividad y neutralidad” que solo se cumple con las banderas oficiales; están sujetas a derecho (es decir, que por mucho que un ayuntamiento o parlamento vote democráticamente en contra de la ley, esta no se puede incumplir), y, a diferencia de los ciudadanos, no gozan del derecho constitucional a la libertad de expresión.
Esta gran victoria de la democracia española no es óbice para incluir alguna crítica. No es de recibo que el sistema judicial haya tardado más de cuatro décadas en dejar resuelta sin fisuras esta cuestión. Recordemos que entidades constitucionalistas han conseguido sentencias que obligaban a retirar esteladas de edificios y espacios públicos durante los periodos electorales, pero aquellas volvían a colocarse pasadas las elecciones impunemente.
En todo caso, no cabe duda de que los nacionalistas no acatarán de buen grado esta jurisprudencia, y que pondrán todo tipo de obstáculos para que se aplique. Pero no es menos cierto que hoy lo tienen un poco más difícil para mantener la ocupación partidista antidemocrática e ilegal que han hecho del espacio público.