Vivimos tiempos de alteración del lenguaje. Los golpes de Estado son posmodernos, sin Guardia Civil ni militares, pero con grandes ejércitos en las redes digitales. Las pestes de antaño hoy son virus con nombres impronunciables y paranoias globales. A la negociación política se le atribuye un eufemismo cualquiera --sirve mesa de diálogo-- y santas pascuas. La guerra, el terrorismo, tienen distinto formato: son una suma de guerrillas de desgaste, lo que antes conocíamos como batallas.
Los tiempos cambian, los individuos evolucionan y el pensamiento es un río que desborda según la estación. Todo el lenguaje social de nuevo cuño, esa especie de gran plaza pública insertada en el teléfono móvil y esa propensión a la grandilocuencia populista encierran, al final, profundas soledades humanas. Fue Albert Camus quien dijo que, para la mayoría de los hombres, las guerras son el fin de la soledad.
La sociedad civil catalana parece superar el fenómeno del procés de una forma que arrastra una huella de imprevisibles consecuencias. Entre la burguesía barcelonesa, antaño cooperadora, emprendedora y vanguardista, abunda esa incomunicación que da pie en los últimos tiempos a no pocas contiendas.
Hemos informado en Crónica Global de la lucha del independentismo para tomar el control de la Cámara de Comercio de Barcelona. Ganó y dejó víctimas en el camino. Se ha dejado constancia de las maniobras que ese mismo nacionalismo prepara con el propósito de colonizar el Barça, quizá la tercera entidad más importante de la comunidad. El nuevo objetivo radica en los colegios profesionales (la ANC acaba de tomar Enfermería) y hoy, sin ir más lejos, alertamos del regreso de oscuros intereses nacionalistas a la gran patronal a través de la sectorial metalúrgica (UPM) donde un empresario conocido por perdedor y otro condenado por chorizo intentarán introducirse como primer paso para llegar hasta Foment del Treball.
Quien enseñó a sus huestes a mimetizarse con el territorio y controlarlo desde todos los ángulos fue Jordi Pujol. Durante casi cuatro décadas el viejo político diseñó lo que denominaba marcos nacionales. El expresidente jugó al entrismo de los suyos en sindicatos, patronales, entidades económicas, sociales, deportivas, folclóricas o lo que fuese menester. Cuando se le resistía alguna de ellas creaba o impulsaba un competidor para hacer las labores. Pasó con la patronal de las pimes (Pimec y Cecot fueron la muestra), con los sindicatos (Usoc y otros de la función pública), que crecieron con el pujolismo, pero también recibieron fuerte apoyo el RACC, los medios de comunicación convergentes, determinadas universidades, las casas regionales y todo tipo de asociaciones con las que ejercer un proselitismo que ansía la independencia al final del camino.
A muchos catalanes aquel juego les pareció aceptable. He aquí el error. Pensaron que defendían una cierta y legítima catalanidad. Hubo confusión con el paisaje y se modeló un sistema entre clientelar y de obediencia debida que reportó no pocos réditos a los sucesivos gobiernos nacionalistas de la Generalitat.
La capilaridad continúa, pero el fenómeno empieza a tomar nuevos derroteros dignos de análisis. ¿Qué nacionalismo es el que quiere tomar el mando de la sociedad civil ahora: el que representa ERC o el capitaneado por el showman huido Carles Puigdemont? Mientras los políticos republicanos se han lanzado al ejercicio posibilista de la gobernación en ayuntamientos, diputaciones, consejos comarcales, la administración autonómica e incluso el gobierno estatal, los antiguos convergentes y sus nuevos adeptos nacidos al calor del 1-O se aplican con esfuerzo a permeabilizarse en cualquier ámbito circundante a lo político desde donde puedan ejercer poder. Y con la misma indignidad y descaro con la que regresa un condenado por robar a la poderosa patronal metalúrgica, los suyos le hacen palmas.
La ANC tomó la cámara barcelonesa, probará lo propio con el Barça e intentará colocar a sus peones en los colegios profesionales y en el mundo patronal. No duda en emplear cualquier estrategia o subterfugio para mandar. Ante este nuevo fenómeno, los de ERC están casi tan a por uvas como los partidos constitucionalistas. El nivel de infiltración que permiten unos y otros facilitará que en un breve periodo de tiempo no exista una sola asociación en la sociedad civil que no tenga clara la obediencia soberanista, haya perdido parte de su esencia y presione a cualquier administración autonómica sea cual sea su color. Del pujolismo clientelar se evoluciona a un puigdemontismo de supervivencia, con entidades e instituciones al servicio de la causa independentista como filosofía básica.
La incapacidad de reacción de esa burguesía tan cobarde como cómplice permitió la confusión entre catalanidad y nacionalismo décadas atrás. Hoy, ese mismo pánico les inmoviliza. El mundo económico y profesional catalán empieza a ser invadido por lobos solitarios que leen a la perfección el agotamiento y la insolvencia colectiva para reaccionar. Como decía Camus, muchos de ellos abandonan sus miserables soledades por participar en guerras que les elevan en la escala social. Cuando ganan algunas de ellas cantan bingo: es lo más emocionante y entretenido que acontece en sus vidas tras haber caminado portando un lazo amarillo. Y lo peor: su enanismo intelectual nos empequeñece a todos.