Mariano Rajoy, tras las jornadas del Círculo de Economía en Sitges de mayo de 2017, y a las puertas del referéndum que quería organizar en Cataluña el expresidente Carles Puigdemont, reclamó a los empresarios y a la sociedad civil catalana que no fueran equidistantes. Repetía lo que años antes, en el mismo foro, ya había advertido. Señalaba con su retórica característica que “la equidistancia está muy bien, pero no en todo momento ni en todas las facetas de la vida”. Si ese consejo lo hubieran practicado los propios empresarios y los intelectuales que sonreían a Artur Mas en septiembre de 2012, en el inicio de una aventura desgraciada y mezquina, ahora no estaríamos en esta situación. Pero no lo hicieron y, más bien, aquella equidistancia se ha mantenido hasta ahora, plasmada en un manifiesto de intelectuales que, o bien sus firmantes no han leído, o han actuado con una gran deshonestidad.
Son personas estimables, necesarias, valiosas, con las que se debe contar para muchas iniciativas. Pero no han tenido en cuenta que la situación es mucho más grave de lo que parece. No se puede pedir el diálogo con el Gobierno español sin atender los deberes que se tienen en casa. No se puede pensar que los errores se pueden repartir en dos mitades y que, como el Gobierno del Estado tiene más poder, le corresponde arriesgar más y ceder ante una posición errónea, la que ha practicado --y realmente cuesta admitirlo, porque hay muchas cosas que se hicieron bien-- el nacionalismo catalán desde la recuperación de la democracia.
Es muy difícil de aceptar la siguiente realidad: grupos de ciudadanos organizados, a través de las redes sociales, que cortan carreteras cuando lo consideran; miles de catalanes y catalanas que obedecen a golpe de mensajes en una cuenta de Telegram, todos de forma anónima, pero jaleados por miembros del Govern de la Generalitat y activistas que tienen columnas y espacios en los medios de comunicación y que no corren ningún riesgo.
Cuesta mucho aceptar que todo eso se deba interiorizar, y decir en voz alta que es normal, que se puede secuestrar a una sociedad en su totalidad, y que ésta --faltaría más-- debe permanecer callada y debe solidarizarse, porque en el otro lado una serie de políticos deshonestos, y desleales, están en prisión, después de una sentencia dictada por el Tribunal Supremo en un Estado democrático y de derecho.
Pero en eso se ha convertido Cataluña con una ciudad envidiable como es Barcelona, que va camino, si la misma sociedad civil no lo evita, de ser una especie de Aix en Provence decadente, que sólo será interesante para turistas y con cierto cuidado para no verse envueltos en alguna algarada. Buena cocina, descanso, y de vuelta a las ricas ciudades de procedencia.
Pedir el diálogo con un Gobierno con el argumento de que ha habido acciones violentas que, supuestamente, han caído del cielo, sin mencionar previamente a sus responsables, tiene un nombre: deshonestidad intelectual. ¿Puede justificar un periodista tan venerado como Iñaki Gabilondo lo que ha firmado en ese manifiesto? ¿Por qué el supuesto progresismo español es incapaz de ver lo que ha pasado en Cataluña?
En el documento se señala que se deplora “profundamente las acciones violentas que se han visto estos últimos días en Cataluña”. ¿Y quién las podría detener? ¿De verdad debe aceptar la sociedad catalana en su conjunto que se corten carreteras cuando a ciudadanos anónimos les dé la gana? ¿Qué reivindicación defienden? ¿Qué Cataluña no puede ejercer el derecho de autodeterminación? ¿Es que, acaso, lo tiene? ¿Y por qué debería tenerlo? Y si quieren ganar ese debate, que se centren en él y convenzan, primero a la sociedad catalana, que hay un derecho de autodeterminacion sobre un posible pueblo catalán.
El nacionalismo catalán --porque eso es el actual independentismo-- debería ya abrir los ojos: existe Barcelona como gran capital global, con enormes oportunidades, en campo abierto, con un Estado detrás como España, que ha superado numerosas dificultades en su historia, con miles de profesionales de un enorme talento, con un territorio que lo tiene todo para ser uno de los mejores lugares del mundo para vivir, como el resto de la geografía catalana. Debería dejar de jugar a sueños imposibles, y concentrarse en lo tangible, en los intereses, en eso en lo que los catalanes siempre han sido grandes maestros.
España no tiene todavía un Gobierno electo tras la repetición de las elecciones. El rompecabezas que debe construir Pedro Sánchez es complicado, pero también es el único posible en estos momentos. Hay muchas ventanas de oportunidad que se perfilan, pero todo se puede frustrar si, de nuevo, se juega al héroe humillado, a la equidistancia infantil y absurda.
El problema se antoja mucho más grave si se tiene en cuenta que todos esos intelectuales y profesionales que han firmado ese manifiesto han decidido comprar --esperemos que haya sido sencillamente un error-- una mercancía tan averiada como la que llevan en sus alforjas los nacionalistas/independentistas, como ese señor Torra que, oficialmente, es presidente de la Generalitat, y que tiene una hija cuyo coche es identificado cerca del intento del corte de vías del Ave. ¿De verdad no se dan cuenta?
No hay equidistancias, no puede haber. Se puede y se debe criticar al Gobierno español por no entender qué pasaba en Cataluña, pero nadie debería ponerse de perfil ante un Gobierno catalán que jalea a los que cortan la AP7 a su paso por la frontera francesa, o a los que cortan día sí y día también la Meridiana. Es el mundo al revés.
Porque si el problema es justificar una abstención en la investidura, la dirección de Esquerra ya debería ser lo suficientemente madura como para poder elegir: una oportunidad para rehacer, poco a poco, las cosas, o el bloqueo que permitirá, como ha pasado hasta ahora --alimentado casi en su totalidad por el independentismo unilateral-- un mayor ascenso de Vox. Y sí, cuanto mejor, mejor, no peor. Y para todos. Y eso lo podía haber dicho Rajoy. Efectivamente.