Quim Torra exigió ayer la reforma laboral en la sesión de control celebrada en el Parlament. Como lo oyen. Resulta que el presidente catalán, empeñado en alinearse con la CUP, los CDR y todo aquel antisistema que le salve de su soledad, echa en cara a PSOE y Podemos que su preacuerdo de Gobierno no incluya explícitamente la supresión de la reforma laboral que, atención, PP y CiU pactaron en 2012. En su afán demoledor de todo aquello que suena a español, el neoconvergente quiere llevarse también por delante la obra de su propio partido.
Torra, campeón de la incoherencia, cree que la subida de un escaño de Junts per Catalunya el pasado domingo justifica el agotamiento de la legislatura y la persistencia en la unilateralidad, al tiempo que pide diálogo sin condiciones. Estas cuatro premisas bien valen un análisis pormenorizado.
Sobre el aumento de diputados, cabe precisar que la abstención en Cataluña parece haber perjudicado a las formaciones moderadas o, cuando menos, aquellas que han abrazado el pragmatismo, como PSC, comunes y ERC, mientras que Junts per Catalunya, CUP y Vox se benefician. Los independentistas, en efecto, salen reforzados, aunque hay quien destaca que el número de votos logrado por el llamado bloque constitucionalista es mayor. Bajo esa lógica, se debe incluir a Vox en una ecuación que nunca tendrá solución, pues es absurdo sumar el electorado del partido de Santiago Abascal con el de los comunes y los socialistas en aras a una pretendida alianza en Cataluña. Eso no va a pasar ni debe pasar.
Torra asegura que, ahora más que nunca, es necesario agotar esta legislatura. Lo dice quien preside un Gobierno bloqueado, donde los grandes proyectos están paralizados y la amenaza de nuevos ERE como el de Nissan a las puertas de una nueva recesión ha evidenciado de nuevo la ausencia de una política industrial potente. Para colmo, en lugar de desautorizar a los radicales que cortan la frontera y desinflamar la situación --una de las condiciones que, según ha podido saber Crónica Global, puso el PSOE para recuperar el diálogo con Torra--, el presidente catalán justifica ese “derecho a la protesta” de quienes proclaman “independencia o barbarie” y que cuesta 15 millones de euros al día. Es lo que tiene recibir órdenes desde Waterloo, esto es, del fugado Carles Puigdemont, que te desconecta de la realidad.
Porque si el president saliera de su despacho y del radio de influencia de sus ideologizados asesores, se daría cuenta que esos encapuchados que quieren paralizar el país no lo representan, que no existe una mayoría que avale la táctica del vandalismo gratuito. Nada ayuda esa revolución de pacotilla a los presos políticos, y mucho menos, a la cohesión social y a la economía . Ni “el món ens mira” ni la geopolítica se ha visto alterada por esas barricadas. Eso sí, es justo elogiar el esfuerzo que ha hecho TV3 por encontrar a resignados conductores que justifiquen el bloqueo.
Torra, no obstante, dice que no renuncia al diálogo, siempre y cuando se hable de autodeterminación. Lo cual es oxímoron en sí mismo. Porque pone límites a una negociación que, por definición, implica renuncias por ambas partes. O buscar denominadores comunes, como refleja el acuerdo Sánchez-Iglesias donde, efectivamente, no hay concreciones y las soluciones al procés quedan relegadas a una novena posición. ¡Oh, sorpresa! A lo mejor las prioridades de los españoles, entre los que se incluyen los catalanes, pasan por un empleo digno, políticas sociales y combatir la España vaciada.
A día de hoy, los neoconvergentes no han aclarado en qué están dispuestos a ceder para recuperar el diálogo institucional. Ni siquiera han hecho autocrítica de estos siete años de procesismo que inauguró Artur Mas en 2012 --el año en que los votos de CiU y PP permitieron aprobar la reforma laboral de Mariano Rajoy tras pactar dos presupuestos en Cataluña-- y que, lo quiera o no, Torra debe finiquitar convocando elecciones.
Cataluña necesita pasar página y abrirse a nuevas mayorías y alianzas. Si, por primera vez en España, vamos a asistir a un Gobierno de coalición, no es descabellado pensar que el tiempo de la unilateralidad y el enfrentamiento ya ha pasado. Y también, el del autoengaño que supone situar la legitimidad --¿de quién?, ¿de qué?-- por encima de la legalidad.