La historia contemporánea de Cataluña está llena de ejemplos en los que un partido de gobierno como es Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) ha dado muestras de una enorme irresponsabilidad. Ha pasado a los manuales como la organización menos fiable del panorama político en cada uno de los momentos que ha vivido, o al menos en los que ha tenido protagonismo.
Es una afirmación que no sale del rencor ni de la mala voluntad, sino de la memoria y de la observación. Solo hay que echar un vistazo a su papel en los tripartitos de Pasqual Maragall y José Montilla para constatar esa certeza. Con perdón, pero traición es la palabra más ideónea para definir su papel en esos ejecutivos. Viejos políticos como Jordi Pujol y Miquel Roca tienen grabada en la memoria esa trayectoria republicana; y, a veces, lo han recordado.
En este momento, juega a favor de ERC el hecho de que su presidente, ahora en prisión, no tiene cultura de partido; de hecho, apenas acumulaba una militancia de cuatro meses cuando ascendió a la máxima responsabilidad orgánica. Otro tanto se puede decir de su portavoz en el Congreso, que estrenó carnet y escaño de forma casi simultánea.
Ojalá, ese escaso republicanismo les permita ver con claridad que deben abandonar el Consell Executiu descabezado al que aún pertenecen. Tienen esa obligación con el país: dejar caer el Govern para ir a nuevas elecciones. Gabriel Rufián aguantó ayer como un hombre las consecuencias del papel que le tocaba.
Hay quien dice que una nueva convocatoria electoral no comportaría grandes cambios en el Parlament, pero es dudoso que Ciudadanos se mantenga como primera fuerza, de la misma manera que el equilibrio entre PDeCAT y JxCat tendrá que redefinirse. En el campo del PP, del PSC y de los Comunes también puede haber cambios sustanciales.
Pero, por encima de todo, deben aclararse dos cuestiones. La primera, y más importante, el peso de Carles Puigdemont en la política catalana y a través de qué instrumentos. La higiene democrática del país exige transparencia en ese punto, que abarca otras cuestiones no menores, como las fuentes de financiación del “exilio”, por ejemplo. La segunda es el papel de la Assemblea Nacional Catalana (ACN) y de Òmnium Cultural, que se han hecho con el control de la situación en un proceso que va a más, como se ve estos días en las calles de Cataluña.
¿ERC va a permitir que organizaciones no democráticas gobiernen el país arrollando un gobierno descabezado en el que participa? No sabemos si existe PDeCAT, JxCat es clandestino y la CUP se esconde: solo los republicanos tienen capacidad para poner orden en esta situación, aunque claro está con el riesgo cierto de que los medios de comunicación de la Generalitat apoyen la campaña que el inmovilismo independentista lanzará de forma inmediata contra todo lo que suponga volver a la cordura.
Es el precio que hay que pagar, como ocurre ahora mismo con la policía. ¿Cómo un partido de gobierno puede ponerse de perfil ante las algaradas que saquean las calles de Cataluña? ¿Cómo se puede tragar con la ofensa que supone acusar y señalar a los agentes cuando estamos viendo en directo que si algo se les puede reprochar es precisamente la prudencia?
ERC no puede mantener una farsa de la que incluso organizaciones tan acomodaticias como Catalunya en Comú toman distancia.