Hay una línea de continuidad entre la “presión” a la que aducía Lorena Roldán para explicar su asistencia a la Vía Catalana independentista de 2013 y el uso (abusivo) del anonimato por parte de sectores constitucionalistas.
La dirigente de Ciudadanos sucumbió al nacionalismo mezclándose entre ellos --¡con barretina incluida!-- y los segundos lo combaten bajo la protección que confiere el anonimato. Son dos formas de evitar el señalamiento público. Ambas comprensibles. Muy humanas. Nada extrañas. Pero políticamente insostenibles desde el momento en que se justifican en el victimismo.
Roldán habló del miedo a ser despedida de su empleo, y otros del temor a ser increpados por los CDR o los independentistas. Parecía que descubrieran la sopa de ajo. Sí, el miedo existe y es un sentimiento inevitable, pero que fija el umbral entre ser valiente o temeroso. Es el precio del compromiso político, y la asunción de sus consecuencias. Y la mayor crítica --o autocrítica-- al constitucionalismo en Cataluña siempre será la de haber salido muy tarde del armario. Con el inicio del procés. Ocho años de resistencia y 30 de vacaciones.
El victimismo, motor de muchas de las nuevas ideologías, sitúa al que lo propugna en una condición de superioridad basada en el chantaje emocional. Y, hasta la fecha, era el terreno de juego del nacionalismo. El victimismo impide el debate racional entre adultos y, a menudo, no es más que una excusa para esconder lo que, en realidad, es cobardía. Es el infantilismo de querer las ventajas de ese derecho sin afrontar obligaciones ni responsabilidades.
No hay que negar que el debate sobre el derecho al anonimato y a la confidencialidad es interesante. Y es tan antiguo como la batalla de la libertad individual contra el control político y social. George Washington, Thomas Jefferson o James Madison hicieron uso de ese derecho: desconocer el autor de un texto era, a menudo, la condición necesaria para poder escribir sin presiones ni servidumbres de ningún tipo. Pero no hay que olvidar que ellos se protegían del poder público --de una resolución de 1785 que autorizaba al secretario del Departamento de Asuntos Exteriores a abrir e inspeccionar cualquier correo que consideraban “anti-federal” y que acabó extralimitándose de sus funciones iniciales--.
Son las listas del poder político, o las de los Mossos d’Esquadra, sobre los adversarios políticos del régimen nacionalista las que deben ser denunciadas. Recurrir al anonimato en la era digital, con la irresponsabilidad que conllevan las redes sociales, solo contribuye al acoso y derribo del adversario, a la difusión de fake news y a la no rendición de cuentas. Poner luz y orden a la jauría de internet es otro deber --sobrevenido-- de los medios de comunicación.
Se trata, en definitiva, de un derecho que debe ser revisado y actualizado en consonancia con la evolución tecnológica y los nuevos retos contemporáneos. Volviendo al símil con Estados Unidos, es parecido al debate sobre el derecho a tener armas. Mantenerlo inamovible no tiene sentido en un contexto en el que no solo existe el rifle para la autodefensa, sino en el que han irrumpido en el mercado las armas automáticas que se compran por internet y solo sirven para perpetrar masacres.
La única oposición útil al nacionalismo es la visible, porque lo que no se ve no existe en la vida pública. Cada uno es libre de adquirir el grado de compromiso que quiera y, en democracia, los héroes civiles no deberían ser tan necesarios. Cada uno tiene derecho a protegerse a sí mismo y a los suyos. A no querer significarse. Pero que no se vista de épica combativa lo que solo es miedo legítimo pero mal gestionado.
La intimidación existe, y muchos constitucionalistas la han sufrido. Algunos en ambientes muy adversos, que no son precisamente la Barcelona de la upper Diagonal. Para muchos, haber dado su nombre es salir de sus zonas de confort, romper con el gregarismo y el pensamiento cautivo. Pero en el mundo adulto hay que venir llorado de casa y abordar el debate y la crítica con argumentos racionales. Sin victimismos. Dando la cara.