Cuando envejecemos nos atrincheramos en conceptos, usos y costumbres que están a medio camino entre el legado que nos dejaron nuestros padres y los propios descubrimientos que hacemos en la vida. Lo lógico sería que nuestra experiencia y la de nuestros descendientes se combinaran para formar nuestra identidad presente. En la mayoría de los casos eso no sucede y, aunque disimulemos como podamos, algunas innovaciones de los nuevos tiempos se convierten en algo a lo que nos cuesta acostumbrarnos y usar con normalidad.
Me pasa, y ojalá alguno de ustedes comparta esa sensación, con esos restaurantes tan innovadores, de decoraciones eclécticas y lujosas que en Barcelona, Madrid o Nueva York proliferan por doquier. Se les ha puesto entre el entrecejo a los dueños que un buen diseño con mesas de madera de alta calidad hace innecesario situar sobre ellas un mantel sobre el que apoyar la vajilla y la cubertería que se empleará en el ágape. Sorprendente en algunos casos, cuando además se trata de santuarios gastronómicos.
Reconozco que hago filigranas para que los cubiertos, bien presentados sobre una servilleta de tela, no toquen con la superficie de la mesa en la que se servirá la comida o la cena. Por más interesante que sea la charla con mis acompañantes mi mente no deja de recalar una y otra vez en esa estúpida modernidad que amenaza con proliferar y parece llegada para quedarse como costumbre sin que nadie haga nada por evitarlo.
La metáfora sirve para la política. Hoy, a pocos días de constituirse el nuevo Ayuntamiento de Barcelona o de que Pedro Sánchez intente formar gobierno, la lógica periodística de la actualidad debería llevarme al análisis de esos dos fenómenos tan presentes en nuestro trabajo desde hace meses. Pero, como con la ausencia de manteles, uno empieza a considerar que las malditas tendencias políticas nos han arrastrado por ahí, aunque sea a contracorriente.
Es lo que nos ha pasado con el independentismo. Fue un relato político de tal magnitud que todos caímos en su defensa o combate orillando y olvidándonos de lo importante. Que la economía saliera de la primera línea del debate público después de la crisis parecía justificarse por el hastío que causó tanto como se habló de ella. Lo que afecta a nuestro bolsillo pasó, sorprendentemente, a un segundo plano porque se impuso lo que afectaba a nuestro sentimiento colectivo.
Los catalanes de ocho apellidos se sumaron sin ninguna actitud crítica y de forma casi masiva a los postulados soberanistas. Los charnegos, mestizos y catalanes de adopción, por el contrario, se atrincheraron, nos sensibilizamos, a favor del constitucionalismo. Así se rompió la sociedad catalana, que quedó tristemente fracturada porque algunos políticos se transformaron en los nuevos chefs de esos restaurantes de vanguardia que invaden el ocio de las clases medias.
Mientras nos quitaban los manteles de la mesa, los especialistas del marketing político nos hurtaron el debate económico. Durante años comparábamos indicadores entre territorios, ciudades y sectores. Analizábamos inversiones, seguíamos el rastro de los negocios y de su morfología. Eso se extirpó de cuajo. Fue justo después de que todos los españoles supiéramos más que nunca cómo se movían los tipos de interés o qué eran las participaciones preferentes que vendieron a raudales las extintas cajas de ahorro. De medir la inversión, el capital, la competitividad, el desempleo o la distribución de la renta y de la riqueza pasamos a una psicótica espiral en la que sólo se acotaba el tamaño de la catalanidad, la españolidad o se medía el respeto a las reglas del juego democrático.
Algunos teóricos del independentismo defendían que el eje clásico entre conservadores y progresistas, entre izquierda y derecha, había sido erradicado por el de soberanistas versus constitucionalistas. Querían aparentar que se habían sustituido la ropa de mesa clásica, bordada y con motivos decorados, por unos caminos o tapetes individuales. Nada de eso era real, lo que sucedió es que la mantelería había desaparecido de nuestra existencia y el tenedor, la cuchara y el cuchillo reposaban sobre el tablero de madera en el que íbamos a comer sin la mínima protección higiénica.
Por fortuna hay dos hombres, en representación de dos instituciones, que quieren regresar a la mesa clásica y al tejido. Son Javier Faus, como líder in pectore del Círculo de Economía, y Josep Sánchez Llibre, el presidente de la patronal catalana Foment del Treball. Ambos abanderan un regreso --que los críticos podrían calificar de involución-- al debate económico. Faus hizo una excelente conferencia en la reunión anual de su institución en Sitges. Dejémonos de trampas al solitario, vino a decir: lo que le pasa a Cataluña no puede analizarse ni explicarse desde el victimismo respecto a Madrid. Y lo hizo con datos, al recordar cuál era la situación del PIB catalán respecto a España en 1940 y cuál era hoy. Lo mismo con Madrid, e incluso con el País Vasco.
Cuando el discurso de un nacionalismo victimista se empecina en darle vueltas a lo emocional para captar más adeptos nadie debe extrañarse de que en tiempos de ausencia de liderazgos y referentes compremos la modernidad de la mesa sin mantel por más que esté en el Soho neoyorquino y nos peguen un sablazo que nos doble el espinazo. Pero si somos capaces de combatir esos sentimientos con racionalidad, económica para ser más justos, con datos y discusiones sensatas sobre nuestro futuro colectivo, estaremos más cerca de la normalidad y alejados del actual esperpento.
Saben, y disculpen la primera persona de este artículo, uno está ya cansado de tanta oferta gastronómica sin mantelería. Así que sean bienvenidos al debate Faus y Sánchez Llibre si son capaces de librarnos de esa especie de yugo que llevamos en el cuello los catalanes de una y otra condición y posición. Que triunfe la razón en contra de la pasión es lo mejor que puede pasarnos en este incierto presente político. Que regresen los manteles a las mesas ya no es sólo un capricho de madurez, sino una necesidad colectiva innegociable.